¿Cómo llego a Maldita Babel?

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Algunas gastronomías literarias

Es bastante común que las personas amantes de la lectura usen metáforas alimenticias para expresar su pasión. Para ellos los libros no se leen, si no que se devoran. Ese sentimiento de voracidad frente a las apetitosas páginas es muy cercano a la ansiedad que nos invade cuando estamos frente a uno de nuestros platos favoritos. Esto no es casual si tenemos en cuenta el lugar central que la comida ocupa en muchas obras literarias, con pasajes enteros dedicados a describir delicias culinarias de todo tipo. Incluso muchas veces esos manjares juegan un papel fundamental en la historia que se cuenta.

Uno de los usos más comunes de lo gastronómico en los libros es el de poner en evidencia el carácter excesivo y desprejuiciado de ciertos personajes. En Gargantúa y Pantagruel el francés Francoise Rabelais narró las grotescas desventuras de los dos gigantes del título, criaturas con tendencia a la buena vida al punto de rozar lo escatológico. El autor, representante del espíritu libertino y humanista del Renacimiento, no duda en enumerar durante párrafos enteros los ingredientes de los gigantescos banquetes con los que los protagonistas se agasajan, usando la hipérbole y el humor popular como recursos literarios. Esta serie de novelas editadas en el siglo XVI tuvo un impacto tan importante en la cultura occidental que hasta el día de hoy usamos el término “banquete pantagruélico” para describir una comida abundante hasta la exageración.

Otro amante de la buena mesa es Sacho Panza, el fiel acompañante de Don Quijote de la Mancha. En el capítulo en el que es proclamado gobernador de la Ínsula Barataria  una serie de delicias le son ofrecidas a modo de bienvenida, pero cada vez que va a llevarse un bocado a la boca un médico lo interrumpe diciéndole que puede ser peligroso para su salud. Harto de las intervenciones el querible regordete dice una frase contundente: “Y denme de comer, o si no, tómense su gobierno, que oficio que no da de comer a su dueño no vale dos habas”. El clásico de Miguel de Cervantes está lleno de referencias a la comida desde su inicio, en el que se describe el menú seguido por el famoso hidalgo de La Mancha día a día, citando olla de carnero, salpicón, lentejas y algún que otro ‘palomino’ los domingos como parte de su dieta. Más adelante en la novela se suman a la lista platos más polémicos, como fritada de ratas y gato asado.

En muchos casos las descripciones de comidas y alimentos buscan describir la esencia de un personaje o el tono del texto que vamos a leer. Por ejemplo, la tendencia a comer vísceras del protagonista del Ulises de James Joyce nos presenta a alguien con una agitada vida interna. Tampoco es casual que Esteban Echeverría titule El Matadero a su relato fundacional sobre las luchas civiles durante el inestable periodo que siguió a la Independencia argentina. Incluso las recetas extravagantes que Herman Melville detalla en Moby Dick, con descripciones muy gráficas sobre las distintas formas de preparar la carne de ballena, sirven para fijar el tono obsesivo y truculento de  la venganza, así como para generar empatía por el animal del título.

Las comidas más simples del día, como la merienda, también son centrales en la literatura. Basta recordar el abanico de sensaciones que desata en Marcel Proust un sabor específico: En el instante mismo que el trago de té y migajas de magdalena llegaban a  mi paladar, me estremecí, dándome cuenta de que pasaba  algo extraordinario. Me había invadido  un placer delicioso, aislado, sin saber por qué, que me volvía indiferente a vicisitudes de la vida, a sus desastres inofensivos, a su brevedad ilusoria”. Así empieza el viaje nostálgico de su clásico En busca del tiempo perdido. Sentimientos similares expresa Banana Yoshimoto, figura central de las letras japonesas de los últimos años, en Amrita, cuando el aroma del pan recién horneado le provoca una desolación debido al recuerdo de un momento soñado que jamás volverá.

Es sabido que la hora del té en Inglaterra es un ritual sagrado, uno de esos hábitos culturales que se vuelven una parte fundamental de la identidad de una nación. En Alicia en el país  de las maravillas Lewis Carroll retorció esa costumbre, creando una sátira genial sobre la alta sociedad británica. Las incómodas discusiones que protagonizan el Sombrerero Loco, la Liebre de Marzo y el lirón representan a los aristócratas decadentes, condenados a repetir una ceremonia infinitamente a pesar de no tener ni manteca ni bizcochos. Hay que recordar que los dulces de todo tipo tienen una gran tradición dentro de la literatura infantil, tanto en clásicos ancestrales como
Hansel y Gretel de los Hermanos Grimm como en historias más contemporáneas como Charlie y la fábrica de chocolate de Roald Dahl.  

Muchos conocidos best sellers utilizan la comida para marcar el paso del tiempo o los cambios sociales y personales que va transitando el relato. El clásico Como agua para chocolate de Laura Esquivel anticipa desde el título tanto los calientes tiempos de la Revolución Mexicana como la alta temperatura de las pasiones a las que se entregan los protagonistas. Toda la gastronomía que salpica la historia es una alegoría de lo que va ocurriendo. Un periodo menos turbulento es el que retrata Tomates verdes fritos de Fanny Flagg, donde se utiliza el entorno sureño del “Whistle Stop Café” para ambientar la amistad entre dos mujeres y así evocar un tiempo pasado en el que las cosas eran más simples. Incluso una novela autobiográfica como Comer, rezar y amar propone a las delicias culinarias de Italia como el catalizador del cambio que Elizabeth Gilbert, protagonista y autora, estaba necesitando.      

No se puede hablar de libros y comida sin mencionar la enorme producción editorial destinada a difundir el arte de la cocina que inunda las librerías. No pocos académicos consideran a esta tendencia un género literario debido a la tradición influyente que tuvo sobre muchos creadores. No es casualidad que Amado Nervo afirmara que aprendió a leer y a formarse como autor leyendo el voluminoso libro de recetas que usaba su madre a fines del siglo XIX, un proceso que seguramente 100 años más tarde muchas personas atravesaron leyendo a Doña Petrona. Figuras prestigiosas como Eduarda Mansilla, Manuel Vázquez Montalbán e Isabel Allende publicaron sus propias colecciones de consejos gastronómicos para dejar en claro que había otra pasión que los atrapaba tanto como la escritura. 

Sin embargo nada supera en imaginación al Manual de Cocina Caníbal del surrealista francés Roland Topor, en cuyas páginas se detalla como preparar un misionero con pan rallado o un puré de cabeza de jefe. A muchos estas propuestas les parecerán demasiado incorrectas, pero otros sabrán entender el humor negro que encierran estas jugosas páginas. Después de todo, tanto en la cocina como en la literatura, sobre gustos no hay nada escrito.

Escenarios para después del Apocalipsis

Los pronósticos sobre qué ocurriría con la Humanidad en caso de que alguna situación extrema, ya sea de origen bélico, natural, divino o incluso cósmico, la enfrentara a un nuevo punto de partida son una fantasía de orígenes antiquísimos. Las narrativas apocalípticas se originaron en la tradición oral, se incorporaron a los textos religiosos de todas las culturas y se multiplicaron posteriormente en las distintas formas de ficción contemporáneas. 

Hoy, que un impensado suceso pandémico disparó una verdadera fiebre interpretativa sobre el futuro, es bueno volver a los diferentes escenarios que la literatura y el cine imaginaron al respecto. Distopías llenas de vigilancia, desigualdad y competencia que, aún con sus exageraciones, resultan a veces más acertadas que todos los discursos que nos aturden día a día. 

Apocalipsis imaginarios a mitad de camino entre la sátira y el pesimismo pop que tienen mucho para enseñarnos y responder una gran pregunta:

¿QUÉ VAMOS A HACER DESPUÉS DEL FIN DEL MUNDO?


Luis Alberto Pescara

Buenos Aires se escribe sola


Es muy difundida la frase que el escritor André Malraux dijo cuando visitó fugazmente la ciudad de Buenos Aires en 1959: “Esta es la capital de un imperio que nunca existió”. Durante más de medio siglo, empezando con la intendencia de Torcuato de Alvear y culminando espectacularmente con las obras para festejar el primer centenario de Revolución de Mayo en 1910, la ciudad había protagonizado fuertes cambios en búsqueda de una soñada majestuosidad arquitectónica. Esto estuvo acompañado con modificaciones sociales y etnográficas, como el desplazamiento de la población de origen indígena hacia la periferia provincial y una menor visibilidad de los afrodescendientes. Durante esas décadas los rastros coloniales casi desaparecieron.

El famoso proceso de europeización de Buenos Aires, acentuado por la llegada de inmigrantes de aquel continente, se hizo evidente durante la primera parte del siglo XX, acentuando la distancia iconográfica de la capital con respecto al resto del país. Esto resultaba shockeante para los extranjeros ilustrados, como Malraux, quienes habían crecido leyendo los relatos de viajeros que hablaban de una pampa infinita poblada por recios gauchos, una Patagonia misteriosa y un norte impenetrable donde el español aún era una lengua minoritaria. No había casi nada exótico en esa ciudad faraónica que ahora los recibía. En su libro “De Buenos Aires al Gran Chaco” Jules Uret dice “Se puede decir de manera general que los últimos vestigios de la dominación española desaparecen cada día, y que sus deplorables recuerdos son reemplazados, en medio de una prosperidad juvenil y ardorosa, por todas las instituciones que la experiencia y la energía de los pueblos fuertes han sabido crear”. La confianza de progreso que traía el nuevo siglo deslumbraba a los visitantes de mirada más positivista.

Por otro lado, para los letrados porteños las provincias se transformaban en una otredad tan basta como lejana. Allí se originó aquella frase irónica de Jorge Luis Borges rescatada en la entrada 'Literaturas de tierra adentro' de este blog: “Ser porteño es uno de los actos más imprudentes que se puede cometer en Buenos Aires”.  Quienes llegaban de las provincias con intenciones literarias gozaban del plus de tener un background particular que los locales debían construir a fuerza de imaginación y letras. Para ellos era necesario poblar la urbe de mitos y fantasmas.

En consonancia con la búsqueda de una identidad arquitectónica propia, Buenos Aires fue forjando su imagen literaria, aunque de una manera más fragmentada y anárquica. Cada barrio fue encontrando un conjunto de creadores que lo narrara y mitificara. Por suerte, lejos de la imagen televisiva de la ciudad que solo parece reconocer aquellas zonas donde se mueve el showbussines vernáculo, la literatura fue más democrática a la hora de darle entidad a las distintas porciones de la metrópolis. En gran parte esta mitología hecha de letras se transforma en una primera postal para quienes no conocen la ciudad. De hecho, muchos provincianos que viajan a la capital por primera vez vienen esperando encontrar el Palermo de Borges, el Flores de Roberto Arlt y Alejandro Dolina, el Boedo de Fabián Casas, el Balvanera de Macedonio Fernández o las calles de Barrio Parque por las que se pasearon las hermanas Ocampo. Como es común que el registro narrativo porteño sea melancólico y espectral, el recién llegado probablemente termine desilusionado al no encontrar esa imagen que conoció en los libros. El Buenos Aires lleno de conspiraciones y laberintos de la ficción literaria casi no existe. De hecho, el incesante proceso de 'cementización' de la capital, como lo denomina el arquitecto Rodolfo Livingston, pareciera fomentado a propósito para ocultar ese aspecto más misterioso y vitalista que fue construyendo durante décadas el mundo de las letras. 

Pero quizás está bien que así sea. Después de todo la ciudad (como todas las ciudades) no deja de escribirse sola día a día; incluso cuando parece que descansa. Cómo señala Ezequiel Martínez Estrada en el poderoso final de 'La Cabeza de Goliat': “De la noche cósmica en que se sumerge, Buenos Aires extrae energías para nuevas luchas en que casi está sin aliados. Las voluntades que en el ímpetu del día procuran la victoria de sus propios intereses, ahora reciben, en el sueño de la noche, un influjo de total unidad. Así Buenos Aires trabaja silenciosamente contra las potestades del caos”.      

El mundo del espectáculo


“Fuimos los primeros en irnos y seremos los últimos en volver” dijo Daniel Grinbank, veterano organizador de recitales y eventos masivos en Argentina, al referirse al lugar que ocupaba su rubro en el medio de la pandemia global del año 2020. Ocurre que los shows multitudinarios representan el escenario platónico de contagio, con cientos de personas en pleno contacto físico, chocando y compartiendo todo tipo de objetos y espacios. Quizás la mayor contradicción de este escenario es que vivimos un momento único en el que la tecnología, como nunca antes, nos acerca el espectáculo a nuestro hogar, aliviando el encierro y el acecho del aburrimiento. Sin embargo, aún necesitamos el espectáculo en vivo, ese vértigo de presenciar puestas en escena, performances e imágenes operísticas que nos divierten o atrapan. Ocurre que, aunque el show-bussines tal como hoy lo conocemos tomó su forma luego de la Revolución Industrial, los ritos espectaculares datan de los orígenes de la Humanidad.  


Un malentendido muy difundido entre círculos supuestamente intelectuales es el que afirma que el espectáculo es sinónimo de distracción, puro escapismo enfrentado con la realidad. Pero ya desde lo etimológico es fácil deducir que la palabra espectáculo comparte su origen con la palabra espejo: ambas provienen del latín ‘spectarem’ que significa mirar, contemplar. Y ambas cumplen una función similar: nos miramos como personas tanto en el espejo como en lo espectacular. Y este último sentido no solo incluye al show, a la obra de teatro, a la televisión o al cine. El deporte, la misa, la conferencia de prensa y hasta la disposición de un aula persiguen también una intención exhibicionista: hay una puesta en escena dispuesta para ser presenciada por un grupo de gente. Muchas veces esta cumple una función de atrapar o impactar, pero también es posible que nos aburra, ofenda o provoque rechazo. Ya sabemos que los espejos no siempre devuelven una imagen agradable. 

Son muchos los académicos que postulan la idea de que todo texto o ficción es una forma de interpretar la realidad, por más extravagante que sea. El psicólogo cognitivista Jerome Bruner señala que el ser humano busca entender al mundo mediante dos maneras: la paradigmática, centrada en la argumentación lógico-científica, y la narrativa, que involucra la creación de relatos. En este segundo grupo puede incluirse el espectáculo, cuyo espíritu artificioso es un termómetro de las pulsiones sociales. Por eso, si en las últimas décadas vimos que el proceso de espectacularización se disparó hasta alcanzar todas las manifestaciones humanas, en lugar de preocuparnos deberíamos investigar cuáles fueron los procesos de la realidad que provocaron este estado de cosas. 

Detrás de todo está siempre la búsqueda por reafirmar el mito que nos une detrás de cierta identidad común. En su ensayo “Espectáculo y sociedad” el sociólogo Jean Duvignaud explica: “Todas las sociedades humanas pueden hallarse en situaciones que impliquen una puesta en escena dramática intensa y más o menos espontánea. Trátese de sociedades tradicionales o históricas, un ‘medio efervescente’ realiza su existencia colectiva representando el drama de su cohesión mítica o interpretando el argumento de su acción. En uno y en otro caso, el dinamismo de los grupos y las sociedades se expresa por medio de una puesta en escena que reúne a los principales actores sociales”. Una estrella de rock, un deportista exultante o un ministro religioso con inclinaciones performáticas no son individuos excéntricos que orbitan por fuera de una comunidad, si no una consecuencia de esta. 

Lo que sí es materia de preocupación es la homogeneización de los espectáculos, que antes representaban usos y costumbres de regiones específicas, pero actualmente se parecen cada vez más entre sí. Dicho de otro modo, cada vez existe menos diferencia entre una Fiesta Nacional Folklórica y un espectáculo de Broadway. No sería descabellado que en un futuro el antropólogo Marc Augé, que acuñó el término no-lugares para designar a sitios carentes de señales de identidad local (autopistas, aeropuertos, shoppings) agregue a los shows como uno más de estos espacios globalizados. 

El espectáculo está en paréntesis durante la pandemia del año 2020 y quienes trabajaban en alguna de sus múltiples aristas debieron encontrar formas imaginativas de seguir adelante. Desde luego que la salida más rápida la trajeron internet y las redes sociales. Las celebridades (y no tanto) de pronto realizan vivos en Instagram, suben tutoriales a Youtube y crean contenidos para la web como si fueran simples influencers encerrados en sus habitaciones. Quizás el retorno que imaginó Grinbank nunca recupere la opulencia de los espectáculos que conocemos y algo de esa estética de reclusión se quede para siempre en el show-bussines. En el mundo que viene habrá que imaginar nuevas formas de sorprender desde el escenario, todo un desafío en un momento en el que la cuarentena nos empujó a disfrutar de ciertos sucesos simples que la parafernalia mediática nos había hecho olvidar. Pero ese desafío está en la naturaleza misma de la historia del entretenimiento.  


Letras desparramadas en la arena mojada

Durante décadas, antes que creciera el variopinto abanico de balnearios que adorna hoy la costa atlántica argentina, Mar del Plata era la ciudad elegida por la muchedumbre obrera criolla para vacacionar en verano.  Y si bien el grueso de los concurrentes pertenecía a sectores populares, había ciudadanos de alta alcurnia que también decidían tostar su piel en Punta Mogotes y aledaños, olvidándose de todas las preocupaciones acumuladas durante el año. Por esto, quienes deambulaban por el balneario durante los 40’ y 50’ podían encontrase con escritores como Silvina Ocampo y Adolfo Bioy Casasares en una pose muy distinta a la que exhibían en las fotos junto al Grupo Sur. Algo de eso puede apreciarse en la siguiente fotografía:


La hermana de Victoria y el amigo de Borges (como cierto crítico los llamó peyorativamente) no solo usaron las tierras marplatenses para veranear, si no que allí concibieron “Los que aman odian”, la única novela que escribieron en conjunto. La historia del libro transcurre en el Viejo Hotel Ostende, sitio que sigue siendo un punto de peregrinación para los literatos argentinos. Muchos creadores van hasta allí en busca de inspiración aprovechando la tranquilidad del paraje, mientras organizan grupos de lectura y proyecciones de cine.

Existen numerosas fotografías que confirman el lazo entre la literatura y la playa, mostrando que para la gente de letras hay vida más allá del estereotipado escritorio con un teclado encima como único lugar de existencia. Porque para una multitud de autores y autoras la playa no es solo un sitio de descanso, si no una fuente de ideas ideal perdida entre los médanos de arena y el agua salada.



Su compatriota Agatha Christie, lejos de los estereotipos atléticos y bronceados que normalmente se relacionan con ese deporte, fue una entusiasta practicante del surf durante las décadas del 20’ y 30’. Se trata de una pasión que la prolífica autora de novelas de suspenso compartía con el dramaturgo irlandés George Bernard Shaw.





Durante sus numerosos viajes a España, que darían origen a “Por quien doblan las campanas”, la vida de Ernest Hemingway no solo transcurrió entre las corridas de toros y las barricadas de la Guerra Civil Española. El estadounidense hizo varias escapadas a las costas mediterráneas donde, como se ve en la imagen de la izquierda, no renunció a su fama de dandy carismático. 

Debido a su muerte prematura Albert Camus es el único ganador del Nobel de Literatura que no conoció la vejez, por lo que en la fotografías siempre proyecta una imagen jovial. Este retrato, que lo muestra jugando con un grupo de amigas en una playa francesa, refuerza ese recuerdo del autor de “El extranjero”.


Delgado e introvertido durante su juventud, Yukio Mishima se transformó en un consumado bodybuilder a partir de 1955. Durante los 60’ aprovechó toda oportunidad para exhibirse en los veranos japoneses, mientras criticaba a los intelectuales que endiosaban la mente sobre el cuerpo. En 1970, pocos años después de esta foto, se quitó la vida mediante la ceremonia ritual del seppuku.  

Y es necesario cerrar diciendo que la playa es, además de sinónimo de esparcimiento, un sitio ideal de contemplación final. Por eso allí imaginó Thomas Mann la muerte del decadente Aschenbach en su clásico “Muerte en Venecia”. Desgraciadamente no hay fotos del escritor alemán en Venecia, aunque se conserva una imagen de su visita al Itsmo de Curlandia, en Lituania. El libro que sostiene en sus manos lo hermana con todos los bañistas que conservan la ingenua ilusión de ponerse al día con sus lecturas durante las vacaciones. El verano es el cementerio de lo irrealizable.


Luis Alberto Pescara


Muerte y resurrección del flaneur


Cuando Antonio Machado escribió los famosos versos “Caminante no hay camino, se hace camino al andar”, luego inmortalizados en forma de canción por Joan Manuel Serrat, no solo quería expresar lo importante que es la libertad para el ser humano. El poeta español pertenecía a una generación para la cual el simple acto de caminar sin rumbo era una forma de esparcimiento que enriquecía la mirada sobre el mundo. Algo inimaginable en nuestra época, en la que cada vez es más difícil abandonar la comodidad del hogar y la seducción hipnótica de la pantalla de la computadora.

Existe una belleza difícil de explicar en el hecho de vagabundear contemplando el paisaje que se nos presenta. Hoy solo una recomendación médica nos obligaría a dedicarle horas a una actividad que parece improductiva, dado a que todos los discursos mediáticos fomentan la idea de que el tiempo debe ser aprovechado con intensidad, sin lugar para el ocio.  Pero los motivos que empujaban a muchas de las figuras ilustradas del pasado a salir a caminar eran más profundos. Pensadores tan influyentes como Jean-Jacques Rosseau y Friederich Nietzsche lo consideraban fundamental para ejercitar la creatividad. El filósofo alemán llegó a decir que “hay que sentarse lo menos posible y desconfiar de cualquier pensamiento que no haya surgido caminando y al aire libre”. Tampoco faltaron quienes vieron en los paseantes solitarios una figura de resistencia. 

Durante el siglo XXI el término francés flaneur – que designaba a todo caminante o viajero – se hizo popular en las zonas urbanas de Europa, que en ese entonces se hallaban en pleno crecimiento. Mientras los poetas románticos escribieron sus obras buscando inspiración en la naturaleza, los nuevos autores se enfrentaban a un escenario donde las ciudades se volvían más grandes cada año. Ya no había que viajar hasta una selva o cordillera para maravillarse, bastaba con echarse a andar dando crónica de lo que ocurría en las muchedumbres citadinas.  Será Charles Baudelaire quien le dará forma literaria a la flaneurie, un arte ejercido por personas “qué parten por partir, con corazones ligeros como globos” y que se transforman en anónimos detectives de momentos con sus cuadernos de notas. Al registrar personajes, escenas e historias anticiparon la función que tendrá la fotografía más adelante. Además terminarán alcanzando a la narrativa de la época, rica en novelas realistas llenas de observación social.

Andar también fue visto como un gesto contestatario frente a la rutina que el trabajo imponía a las personas. El poeta Whalt Whitman odiaba el sedentarismo y aconsejaba lanzarse a caminar por senderos al azar y no perder horas trabajando para comprar un montón de porquerías que no necesitamos. En este sentido su mirada coincidía con la de Karl Marx, a quien le preocupaba que la Revolución Industrial ocasionara la desaparición de cierta “pereza heroica” propia de los peregrinos y los homeless. Quizás por esto no es casual que los estados totalitarios suelan prohibir el vagabundeo o las reuniones masivas en espacios abiertos. El paseante, que rechaza quedarse quieto y gusta de disponer del tiempo sin apuros, es una criatura sospechosa.

Es probable que todos los autores aquí mencionados esbocen un gesto de tristeza al ver como el mundo se alejó de sus ideas libertarias. Aunque suene radical decirlo, el siglo XX nos mostró la larga agonía del arte de andar a pie. A la popularidad del automóvil y otras formas mecánicas de transporte se le sumó la multiplicación de los empleos de oficina, los cuales recluyen al trabajador en espacios cada vez más reducidos. Incluso varios movimientos vanguardistas - como el Situacionismo - denunciaron como la arquitectura de las ciudades se volvía poco amable con el paseante creativo. En definitiva, caminar por el simple gusto de hacerlo fue entrando de apoco entre las actividades en peligro de extinción de nuestra época.  Las ciencias de la salud terminaron siendo las únicas que defendían las caminatas aunque con fines aeróbicos, lejos de los fundamentos literarios o ideológicos de antaño.

Durante el cambio de milenio fue Paul Auster el autor que mejor expresó la importancia de mantenerse en movimiento, tanto en los grandes espacios urbanos como en las habitaciones pequeñas que nos confinan. Así como sus ficciones están pobladas de caminatas por calles y parques, el autor de la “Trilogía de Nueva York” explicó en una entrevista por qué andar nos ayuda cuando estamos escasos de ideas: “A veces, mientras estoy haciendo algo, me levanto de la silla y empiezo a caminar alrededor de la habitación. Me he dado cuenta que moverse puede generar pensamientos gracias a que existe esta especie de música dentro de nuestro cuerpo que es como un lenguaje, y con solo moverse por ahí se me ocurren ideas que no se me ocurren cuando estoy sentado”. Luego el escritor se pregunta cuántos pares de sandalias habrá gastado Dante Alighieri a la hora de escribir “La Divina Comedia”. 

Sin embargo recién durante la última década varios académicos empezaron a ocuparse del arte de deambular en el sentido más clásico. Por un lado el ensayista francés Fréderic Gros editó “Andar: Una filosofía” donde señala que las distintas formas de caminar de los grandes pensadores influenció de forma directa sus modos de pensar. Al mismo tiempo la estadounidense Rebecca Solnit publicó “Wanderlust: Una historia del caminar”, donde recorre más de 200 años de individuos y grupos de personas que eligieron trasladarse sin utilizar vehículo alguno con distintos objetivos. Ambos recuperan las ideas del filósofo Walter Benjamin quien, en la década del 30’ y partiendo del flaneur de Baudelaire, sostuvo que el acto de andar crea un estado de conciencia muy distinto al que la vida moderna impone con sus rutinas y mercancías. Gros no deja lugar a dudas en su libro: “En términos de economía tradicional es tiempo perdido, malgastado, sin producción de riqueza. Y sin embargo para mí, para mi vida, no diría siquiera interior, sino total, el beneficio es inmenso”.

Puede resultar utópico un mundo en el que las personas vuelvan a gozar de la simpleza de salir a andar sin programa, cuando hay una oferta de espectáculos y entretenimientos que nos seduce de manera constante a quedarnos quietos en un lugar. Pero puede valer la pena intentarlo y así contradecir al escritor trascendentalista Henry David Thoreau, que en 1862 en su manifiesto “Caminar” recuperó la expresión latina Ambulator nascitur, non fit: el caminante nace, no se hace. Nuestro flaneur interior está siempre dispuesto a ponerse de pie y salir a recorrer el mundo. Este parece ser un buen momento para hacerle caso.

Artículo originalmente publicado en REVISTA BACO - Agosto de 2017