Es bastante común que las personas amantes de la lectura usen metáforas alimenticias para expresar su pasión. Para ellos los libros no se leen, si no que se devoran. Ese sentimiento de voracidad frente a las apetitosas páginas es muy cercano a la ansiedad que nos invade cuando estamos frente a uno de nuestros platos favoritos. Esto no es casual si tenemos en cuenta el lugar central que la comida ocupa en muchas obras literarias, con pasajes enteros dedicados a describir delicias culinarias de todo tipo. Incluso muchas veces esos manjares juegan un papel fundamental en la historia que se cuenta.
Uno de los usos más comunes de lo
gastronómico en los libros es el de poner en evidencia el carácter excesivo y desprejuiciado
de ciertos personajes. En Gargantúa y
Pantagruel el francés Francoise Rabelais narró las grotescas desventuras de
los dos gigantes del título, criaturas con tendencia a la buena vida al punto
de rozar lo escatológico. El autor, representante del espíritu libertino y
humanista del Renacimiento, no duda en enumerar durante párrafos enteros los
ingredientes de los gigantescos banquetes con los que los protagonistas se
agasajan, usando la hipérbole y el humor popular como recursos literarios. Esta
serie de novelas editadas en el siglo XVI tuvo un impacto tan importante en la
cultura occidental que hasta el día de hoy usamos el término “banquete pantagruélico”
para describir una comida abundante hasta la exageración.
Otro amante de la buena mesa es Sacho Panza, el fiel acompañante de Don Quijote de la Mancha. En el capítulo en el que es proclamado gobernador de la Ínsula Barataria una serie de delicias le son ofrecidas a modo de bienvenida, pero cada vez que va a llevarse un bocado a la boca un médico lo interrumpe diciéndole que puede ser peligroso para su salud. Harto de las intervenciones el querible regordete dice una frase contundente: “Y denme de comer, o si no, tómense su gobierno, que oficio que no da de comer a su dueño no vale dos habas”. El clásico de Miguel de Cervantes está lleno de referencias a la comida desde su inicio, en el que se describe el menú seguido por el famoso hidalgo de La Mancha día a día, citando olla de carnero, salpicón, lentejas y algún que otro ‘palomino’ los domingos como parte de su dieta. Más adelante en la novela se suman a la lista platos más polémicos, como fritada de ratas y gato asado.
En muchos casos las descripciones de
comidas y alimentos buscan describir la esencia de un personaje o el tono del
texto que vamos a leer. Por ejemplo, la tendencia a comer vísceras del
protagonista del Ulises de James
Joyce nos presenta a alguien con una agitada vida interna. Tampoco es casual que
Esteban Echeverría titule El Matadero
a su relato fundacional sobre las luchas civiles durante el inestable periodo
que siguió a la Independencia argentina. Incluso las recetas extravagantes que
Herman Melville detalla en Moby Dick, con
descripciones muy gráficas sobre las distintas formas de preparar la carne de
ballena, sirven para fijar el tono obsesivo y truculento de la venganza, así como para generar empatía
por el animal del título.
Las comidas más simples del día, como la merienda,
también son centrales en la literatura. Basta recordar el abanico de
sensaciones que desata en Marcel Proust un sabor específico: “En el instante mismo que el trago de
té y migajas de magdalena llegaban a mi paladar, me estremecí,
dándome cuenta de que pasaba algo extraordinario. Me había
invadido un placer delicioso, aislado, sin saber por qué, que me
volvía indiferente a vicisitudes de la vida, a sus desastres inofensivos, a su
brevedad ilusoria”. Así empieza el viaje nostálgico de su clásico En busca del tiempo perdido.
Sentimientos similares expresa Banana Yoshimoto, figura central de las letras
japonesas de los últimos años, en Amrita,
cuando el aroma del pan recién horneado le provoca una desolación debido al
recuerdo de un momento soñado que jamás volverá.
Muchos conocidos best sellers utilizan la comida para marcar el paso del tiempo o los cambios sociales y personales que va transitando el relato. El clásico Como agua para chocolate de Laura Esquivel anticipa desde el título tanto los calientes tiempos de la Revolución Mexicana como la alta temperatura de las pasiones a las que se entregan los protagonistas. Toda la gastronomía que salpica la historia es una alegoría de lo que va ocurriendo. Un periodo menos turbulento es el que retrata Tomates verdes fritos de Fanny Flagg, donde se utiliza el entorno sureño del “Whistle Stop Café” para ambientar la amistad entre dos mujeres y así evocar un tiempo pasado en el que las cosas eran más simples. Incluso una novela autobiográfica como Comer, rezar y amar propone a las delicias culinarias de Italia como el catalizador del cambio que Elizabeth Gilbert, protagonista y autora, estaba necesitando.
No se puede hablar de libros y comida sin mencionar la enorme producción editorial destinada a difundir el arte de la cocina que inunda las librerías. No pocos académicos consideran a esta tendencia un género literario debido a la tradición influyente que tuvo sobre muchos creadores. No es casualidad que Amado Nervo afirmara que aprendió a leer y a formarse como autor leyendo el voluminoso libro de recetas que usaba su madre a fines del siglo XIX, un proceso que seguramente 100 años más tarde muchas personas atravesaron leyendo a Doña Petrona. Figuras prestigiosas como Eduarda Mansilla, Manuel Vázquez Montalbán e Isabel Allende publicaron sus propias colecciones de consejos gastronómicos para dejar en claro que había otra pasión que los atrapaba tanto como la escritura.
Sin
embargo nada supera en imaginación al Manual
de Cocina Caníbal del surrealista francés Roland Topor, en cuyas páginas se
detalla como preparar un misionero con pan rallado o un puré de cabeza de jefe.
A muchos estas propuestas les parecerán demasiado incorrectas, pero otros
sabrán entender el humor negro que encierran estas jugosas páginas. Después de
todo, tanto en la cocina como en la literatura, sobre gustos no hay nada
escrito.