Es muy difundida la frase que el escritor André Malraux dijo cuando
visitó fugazmente la ciudad de Buenos Aires en 1959: “Esta es la capital de un
imperio que nunca existió”. Durante más de medio siglo, empezando con la
intendencia de Torcuato de Alvear y culminando espectacularmente con las obras para
festejar el primer centenario de Revolución de Mayo en 1910, la ciudad había
protagonizado fuertes cambios en búsqueda de una soñada majestuosidad arquitectónica.
Esto estuvo acompañado con modificaciones sociales y etnográficas, como el
desplazamiento de la población de origen indígena hacia la periferia provincial
y una menor visibilidad de los afrodescendientes. Durante esas décadas los rastros
coloniales casi desaparecieron.
El famoso proceso de europeización de Buenos Aires, acentuado por la
llegada de inmigrantes de aquel continente, se hizo evidente durante la primera
parte del siglo XX, acentuando la distancia iconográfica de la capital con
respecto al resto del país. Esto resultaba shockeante para los extranjeros
ilustrados, como Malraux, quienes habían crecido leyendo los relatos de viajeros
que hablaban de una pampa infinita poblada por recios gauchos, una Patagonia
misteriosa y un norte impenetrable donde el español aún era una lengua
minoritaria. No había casi nada exótico en esa ciudad faraónica que ahora los
recibía. En su libro “De Buenos Aires al Gran Chaco” Jules Uret dice “Se puede
decir de manera general que los últimos vestigios de la dominación española
desaparecen cada día, y que sus deplorables recuerdos son reemplazados, en
medio de una prosperidad juvenil y ardorosa, por todas las instituciones que la
experiencia y la energía de los pueblos fuertes han sabido crear”. La confianza de progreso que traía el nuevo siglo deslumbraba a los visitantes de mirada más positivista.
Por otro lado, para los letrados porteños las provincias se transformaban en una otredad tan basta como lejana. Allí se originó aquella frase irónica de Jorge Luis Borges rescatada en la entrada 'Literaturas de tierra adentro' de este blog: “Ser porteño es uno de los actos más imprudentes que se puede cometer en Buenos Aires”. Quienes llegaban de las provincias con intenciones literarias gozaban del plus de tener un background particular que los locales debían construir a fuerza de imaginación y letras. Para ellos era necesario poblar la urbe de mitos y fantasmas.
En consonancia con la búsqueda de una identidad arquitectónica propia, Buenos Aires fue forjando su imagen literaria, aunque de una manera más fragmentada y anárquica. Cada barrio fue encontrando un conjunto de creadores que lo narrara y mitificara. Por suerte, lejos de la imagen televisiva de la ciudad que solo parece reconocer aquellas zonas donde se mueve el showbussines vernáculo, la literatura fue más democrática a la hora de darle entidad a las distintas porciones de la metrópolis. En gran parte esta mitología hecha de letras se transforma en una primera postal para quienes no conocen la ciudad. De hecho, muchos provincianos que viajan a la capital por primera vez vienen esperando encontrar el Palermo de Borges, el Flores de Roberto Arlt y Alejandro Dolina, el Boedo de Fabián Casas, el Balvanera de Macedonio Fernández o las calles de Barrio Parque por las que se pasearon las hermanas Ocampo. Como es común que el registro narrativo porteño sea melancólico y espectral, el recién llegado probablemente termine desilusionado al no encontrar esa imagen que conoció en los libros. El Buenos Aires lleno de conspiraciones y laberintos de la ficción literaria casi no existe. De hecho, el incesante proceso de 'cementización' de la capital, como lo denomina el arquitecto Rodolfo Livingston, pareciera fomentado a propósito para ocultar ese aspecto más misterioso y vitalista que fue construyendo durante décadas el mundo de las letras.
Pero quizás está bien que así sea.
Después de todo la ciudad (como todas las ciudades) no deja de escribirse sola
día a día; incluso cuando parece que descansa. Cómo señala Ezequiel Martínez Estrada en el
poderoso final de 'La Cabeza de Goliat': “De la noche cósmica en que se
sumerge, Buenos Aires extrae energías para nuevas luchas en que casi está sin aliados.
Las voluntades que en el ímpetu del día procuran la victoria de sus propios
intereses, ahora reciben, en el sueño de la noche, un influjo de total unidad.
Así Buenos Aires trabaja silenciosamente contra las potestades del caos”.