“Fuimos los primeros en
irnos y seremos los últimos en volver” dijo Daniel Grinbank, veterano
organizador de recitales y eventos masivos en Argentina, al referirse al lugar
que ocupaba su rubro en el medio de la pandemia global del año 2020. Ocurre que los shows multitudinarios representan el escenario platónico de
contagio, con cientos de personas en pleno contacto físico, chocando y
compartiendo todo tipo de objetos y espacios. Quizás la mayor contradicción
de este escenario es que vivimos un momento único en el que la tecnología, como
nunca antes, nos acerca el espectáculo a nuestro hogar, aliviando el encierro y
el acecho del aburrimiento. Sin embargo, aún necesitamos el espectáculo en vivo, ese
vértigo de presenciar puestas en escena, performances e imágenes operísticas
que nos divierten o atrapan. Ocurre que, aunque el show-bussines tal como hoy lo conocemos tomó su forma luego de la Revolución Industrial, los ritos espectaculares datan de los orígenes de la Humanidad.
Un malentendido muy difundido
entre círculos supuestamente intelectuales es el que afirma que el espectáculo es sinónimo de
distracción, puro escapismo enfrentado con la realidad. Pero ya desde lo etimológico
es fácil deducir que la palabra espectáculo comparte su origen con la palabra
espejo: ambas provienen del latín ‘spectarem’ que significa mirar, contemplar.
Y ambas cumplen una función similar: nos miramos como personas tanto en el
espejo como en lo espectacular. Y este último sentido no solo incluye al show,
a la obra de teatro, a la televisión o al cine. El deporte, la misa, la
conferencia de prensa y hasta la disposición de un aula persiguen también una
intención exhibicionista: hay una puesta en escena dispuesta para ser presenciada por un grupo de gente. Muchas veces esta cumple una función de atrapar o
impactar, pero también es posible que nos aburra, ofenda o provoque rechazo. Ya
sabemos que los espejos no siempre devuelven una imagen agradable.
Son muchos los
académicos que postulan la idea de que todo texto o ficción es una forma de
interpretar la realidad, por más extravagante que sea. El psicólogo
cognitivista Jerome Bruner señala que el ser humano busca entender al mundo
mediante dos maneras: la paradigmática, centrada en la argumentación
lógico-científica, y la narrativa, que involucra la creación de relatos. En
este segundo grupo puede incluirse el espectáculo, cuyo espíritu artificioso es
un termómetro de las pulsiones sociales. Por eso, si en las últimas décadas
vimos que el proceso de espectacularización se disparó hasta alcanzar todas las
manifestaciones humanas, en lugar de preocuparnos deberíamos investigar cuáles
fueron los procesos de la realidad que provocaron este estado de cosas.
Detrás de todo está
siempre la búsqueda por reafirmar el mito que nos une detrás de cierta
identidad común. En su ensayo “Espectáculo y sociedad” el sociólogo Jean
Duvignaud explica: “Todas las sociedades humanas pueden hallarse en situaciones
que impliquen una puesta en escena dramática intensa y más o menos espontánea.
Trátese de sociedades tradicionales o históricas, un ‘medio efervescente’ realiza
su existencia colectiva representando el drama de su cohesión mítica o
interpretando el argumento de su acción. En uno y en otro caso, el dinamismo de
los grupos y las sociedades se expresa por medio de una puesta en escena que
reúne a los principales actores sociales”. Una estrella de rock, un deportista
exultante o un ministro religioso con inclinaciones performáticas no son
individuos excéntricos que orbitan por fuera de una comunidad, si no una
consecuencia de esta.
Lo que sí es materia de
preocupación es la homogeneización de los espectáculos, que antes representaban
usos y costumbres de regiones específicas, pero actualmente se parecen cada vez
más entre sí. Dicho de otro modo, cada vez existe menos diferencia entre una
Fiesta Nacional Folklórica y un espectáculo de Broadway. No sería descabellado
que en un futuro el antropólogo Marc Augé, que acuñó el término no-lugares
para designar a sitios carentes de señales de identidad local (autopistas,
aeropuertos, shoppings) agregue a los shows como uno más de estos espacios
globalizados.
El espectáculo está en
paréntesis durante la pandemia del año 2020 y quienes trabajaban en alguna de
sus múltiples aristas debieron encontrar formas imaginativas de seguir
adelante. Desde luego que la salida más rápida la trajeron internet y las
redes sociales. Las celebridades (y no tanto) de pronto realizan vivos en
Instagram, suben tutoriales a Youtube y crean contenidos para la web como si
fueran simples influencers encerrados en sus habitaciones. Quizás el retorno que imaginó Grinbank nunca
recupere la opulencia de los espectáculos que conocemos y algo de esa estética
de reclusión se quede para siempre en el show-bussines. En el mundo que viene habrá
que imaginar nuevas formas de sorprender desde el escenario, todo un desafío en un momento en el que la cuarentena nos empujó a disfrutar de ciertos sucesos simples que la parafernalia mediática nos había hecho olvidar. Pero ese desafío está en la naturaleza misma de la historia del entretenimiento.