Muerte y resurrección del flaneur


Cuando Antonio Machado escribió los famosos versos “Caminante no hay camino, se hace camino al andar”, luego inmortalizados en forma de canción por Joan Manuel Serrat, no solo quería expresar lo importante que es la libertad para el ser humano. El poeta español pertenecía a una generación para la cual el simple acto de caminar sin rumbo era una forma de esparcimiento que enriquecía la mirada sobre el mundo. Algo inimaginable en nuestra época, en la que cada vez es más difícil abandonar la comodidad del hogar y la seducción hipnótica de la pantalla de la computadora.

Existe una belleza difícil de explicar en el hecho de vagabundear contemplando el paisaje que se nos presenta. Hoy solo una recomendación médica nos obligaría a dedicarle horas a una actividad que parece improductiva, dado a que todos los discursos mediáticos fomentan la idea de que el tiempo debe ser aprovechado con intensidad, sin lugar para el ocio.  Pero los motivos que empujaban a muchas de las figuras ilustradas del pasado a salir a caminar eran más profundos. Pensadores tan influyentes como Jean-Jacques Rosseau y Friederich Nietzsche lo consideraban fundamental para ejercitar la creatividad. El filósofo alemán llegó a decir que “hay que sentarse lo menos posible y desconfiar de cualquier pensamiento que no haya surgido caminando y al aire libre”. Tampoco faltaron quienes vieron en los paseantes solitarios una figura de resistencia. 

Durante el siglo XXI el término francés flaneur – que designaba a todo caminante o viajero – se hizo popular en las zonas urbanas de Europa, que en ese entonces se hallaban en pleno crecimiento. Mientras los poetas románticos escribieron sus obras buscando inspiración en la naturaleza, los nuevos autores se enfrentaban a un escenario donde las ciudades se volvían más grandes cada año. Ya no había que viajar hasta una selva o cordillera para maravillarse, bastaba con echarse a andar dando crónica de lo que ocurría en las muchedumbres citadinas.  Será Charles Baudelaire quien le dará forma literaria a la flaneurie, un arte ejercido por personas “qué parten por partir, con corazones ligeros como globos” y que se transforman en anónimos detectives de momentos con sus cuadernos de notas. Al registrar personajes, escenas e historias anticiparon la función que tendrá la fotografía más adelante. Además terminarán alcanzando a la narrativa de la época, rica en novelas realistas llenas de observación social.

Andar también fue visto como un gesto contestatario frente a la rutina que el trabajo imponía a las personas. El poeta Whalt Whitman odiaba el sedentarismo y aconsejaba lanzarse a caminar por senderos al azar y no perder horas trabajando para comprar un montón de porquerías que no necesitamos. En este sentido su mirada coincidía con la de Karl Marx, a quien le preocupaba que la Revolución Industrial ocasionara la desaparición de cierta “pereza heroica” propia de los peregrinos y los homeless. Quizás por esto no es casual que los estados totalitarios suelan prohibir el vagabundeo o las reuniones masivas en espacios abiertos. El paseante, que rechaza quedarse quieto y gusta de disponer del tiempo sin apuros, es una criatura sospechosa.

Es probable que todos los autores aquí mencionados esbocen un gesto de tristeza al ver como el mundo se alejó de sus ideas libertarias. Aunque suene radical decirlo, el siglo XX nos mostró la larga agonía del arte de andar a pie. A la popularidad del automóvil y otras formas mecánicas de transporte se le sumó la multiplicación de los empleos de oficina, los cuales recluyen al trabajador en espacios cada vez más reducidos. Incluso varios movimientos vanguardistas - como el Situacionismo - denunciaron como la arquitectura de las ciudades se volvía poco amable con el paseante creativo. En definitiva, caminar por el simple gusto de hacerlo fue entrando de apoco entre las actividades en peligro de extinción de nuestra época.  Las ciencias de la salud terminaron siendo las únicas que defendían las caminatas aunque con fines aeróbicos, lejos de los fundamentos literarios o ideológicos de antaño.

Durante el cambio de milenio fue Paul Auster el autor que mejor expresó la importancia de mantenerse en movimiento, tanto en los grandes espacios urbanos como en las habitaciones pequeñas que nos confinan. Así como sus ficciones están pobladas de caminatas por calles y parques, el autor de la “Trilogía de Nueva York” explicó en una entrevista por qué andar nos ayuda cuando estamos escasos de ideas: “A veces, mientras estoy haciendo algo, me levanto de la silla y empiezo a caminar alrededor de la habitación. Me he dado cuenta que moverse puede generar pensamientos gracias a que existe esta especie de música dentro de nuestro cuerpo que es como un lenguaje, y con solo moverse por ahí se me ocurren ideas que no se me ocurren cuando estoy sentado”. Luego el escritor se pregunta cuántos pares de sandalias habrá gastado Dante Alighieri a la hora de escribir “La Divina Comedia”. 

Sin embargo recién durante la última década varios académicos empezaron a ocuparse del arte de deambular en el sentido más clásico. Por un lado el ensayista francés Fréderic Gros editó “Andar: Una filosofía” donde señala que las distintas formas de caminar de los grandes pensadores influenció de forma directa sus modos de pensar. Al mismo tiempo la estadounidense Rebecca Solnit publicó “Wanderlust: Una historia del caminar”, donde recorre más de 200 años de individuos y grupos de personas que eligieron trasladarse sin utilizar vehículo alguno con distintos objetivos. Ambos recuperan las ideas del filósofo Walter Benjamin quien, en la década del 30’ y partiendo del flaneur de Baudelaire, sostuvo que el acto de andar crea un estado de conciencia muy distinto al que la vida moderna impone con sus rutinas y mercancías. Gros no deja lugar a dudas en su libro: “En términos de economía tradicional es tiempo perdido, malgastado, sin producción de riqueza. Y sin embargo para mí, para mi vida, no diría siquiera interior, sino total, el beneficio es inmenso”.

Puede resultar utópico un mundo en el que las personas vuelvan a gozar de la simpleza de salir a andar sin programa, cuando hay una oferta de espectáculos y entretenimientos que nos seduce de manera constante a quedarnos quietos en un lugar. Pero puede valer la pena intentarlo y así contradecir al escritor trascendentalista Henry David Thoreau, que en 1862 en su manifiesto “Caminar” recuperó la expresión latina Ambulator nascitur, non fit: el caminante nace, no se hace. Nuestro flaneur interior está siempre dispuesto a ponerse de pie y salir a recorrer el mundo. Este parece ser un buen momento para hacerle caso.

Artículo originalmente publicado en REVISTA BACO - Agosto de 2017