Durante varios siglos en Inglaterra no fue frecuente ver a la gente
abrazando la fe católica; más bien todo lo contrario. Luego de la ruptura con
la Santa Sede gracias al divorcio de Enrique VIII en 1534 – que dio origen al anglicanismo
y provocó que los asuntos religiosos empezaran a ser manejados por la realeza –
el catolicismo atravesó un periodo de persecución en aquel país. Aunque en el
siglo XIX las leyes que lo proscribían habían desaparecido, este credo aún era
visto como propio de pobres e inmigrantes. Quizás por eso cuando la viuda Mabel
Tolkien decidió abrazar la Iglesia
Católica Apostólica Romana en el año 1900
junto a sus dos hijos recibió quejas por parte de sus familiares,
quienes la privaron de todo soporte económico en un momento en el que lo
necesitaba. Nadie imaginó que esto tendría una influencia radical en el
futuro de la literatura fantástica.
John Ronald Reuen Tolkien había nacido ocho años antes en el Estado Independiente
de Orange, actualmente parte de Sudáfrica, donde su padre Arthur trabajaba como
representante de un banco inglés. A los cuatro años el niño ya podía leer y
escribir con fluidez, por lo que su madre busco abastecerlo con todo tipo de
libros, desde novelas pulp de ambiente western hasta “Alicia en el País de la
Maravillas”. Paralelamente la familia caía en desgracia. Mabel retornaba a
Inglaterra con sus hijos solo para enterarse al poco tiempo que Arthur fallecía
de fiebre reumática en África. En 1904 la madre correría la misma suerte debido a una aguda diabetes, quedando los hermanos Tolkien a cargo del sacerdote hispano-galés Francis Xavier
Morgan. Al tener acceso libre a la biblioteca del Oratorio de Birmingham el adolescente
empezó a ilustrarse en mitología clásica, leyendas celtas y europeas, además de
estudiar idiomas como el latín y el anglo-sajón.
Luego comienza el periplo evangelizador del escritor, quien convence a varias
personas de su entorno de pasarse al catolicismo. Empieza por Edith Mary Bratt,
su futura esposa, quien a regañadientes acepta convertirse ocasionando la furia
de su padre. En 1931 C.S Lewis – ateo declarado durante su juventud - es quien
abraza la religión luego de conocer a Tolkien. Aún con sus diferencias, los dos
autores trabajaron en simultáneo en la escritura de grandes sagas épicas fantásticas,
comentando sus textos y sugiriéndose ideas.
Ambos creadores coincidían en la teoría de que la creación de sagas míticas
era una buena forma de transmitir valores espirituales, una constante que veían en todos los relatos tradicionales de distinta culturas. Es
por eso que tanto “El Señor de los Anillos” (y todos los cuentos ambientados en
la Tierra Media) como “Las Crónicas de Narnia” se encuentran plagadas de
imaginería cristiana. En el caso de Lewis esto aparece de una manera más obvia,
mientras que todo es más sutil en la saga protagonizada por Frodo Bolsón y compañía. Como
se desprende de todos los textos y relatos recuperados por su hijo Christopher, Tolkien
fue elaborando la mitología de su universo mezclando elementos nórdicos y medievales con conceptos típicamente bíblicos, como la lucha del Bien
contra el Mal, la caída en la tentación y la aceptación de un destino de martirio para salvar al prójimo.
Por supuesto que muchas de estas pautas están presentes en una enorme
cantidad de relatos occidentales ¿En qué consiste ese concepto de “el Elegido” que
forma parte de tantos libros y películas si no en una asimilación cultural de
la idea de la “Segunda Venida” del Mesías? El autor de “El Hobbit” incluyó elementos de origen cristiano en su prosa, algunos de los cuales reconoció en vida,
mientras que otros fueron detectados por los académicos que la estudiaron. En su correspondencia el escritor reconoció explícitamente: “El Señor de
los Anillos es obviamente un trabajo religioso y católico; en un primer momento
esto se produjo de forma inconsciente, pero fue algo consciente en el momento de la
revisión”. Sin embargo Tolkien odiaba las alegorías fáciles, por lo que
probablemente no le gustarían algunas lecturas lineales que se hicieron de sus
historias, señalando a Saurón como el Demonio, los elfos como ángeles, Galadriel
como la Virgen, etc. Sostenía con fuerza la idea de que los valores religiosos
se trasmiten mejor si el lector desconoce estas simbologías y se deja arrastrar
de una manera pura por la fantasía.
A las almas inquietas les gustará observar como algunas frases de estos libros pueden ser citadas como parte de los Evangelios sin desentonar. Por
ejemplo “No
es importante saber cuánto tiempo te queda, sino saber qué haces con el tiempo que
se te concede”. ¿Se lo dijo Gandalf a Frodo? ¿O Juan Bautista a Jesús luego de
bautizarlo? Quizás toda religión tiene algo de cuento de hadas y viceversa. Amén.