Plagios, parodias, autores y abogados



“Existe una larga discusión aún no resuelta sobre si toda la literatura no es más que una serie de referencias y alusiones”. Con esa elegante frase Susan Sontag se defendió de las acusaciones de plagio que sufrió en el año 2002, cuando se descubrió que algunos pasajes de su última novela “In América” copiaban porciones de viejas biografías de la actriz polaca Helena Modjeska, protagonista de su libro. Conocida entusiasta del trabajo de Jorge Luis Borges, la autora estadounidense no fue lo suficientemente veloz como para escudarse en alguna sentencia del autor de “Ficciones”, conocido apologista de las copias y reversiones, a las que muchas veces consideraba superiores al original. 

En su cuento “Uqbar Orbis Tertius” Borges plantea un universo pseudo-utópico en el que el concepto de autoría no existe: “En los hábitos literarios también es todopoderosa la idea de un sujeto único. Es raro que los libros estén firmados. No existe el concepto del plagio: se ha establecido que todas las obras son obra de un solo autor, que es intemporal y es anónimo”. Al escritor argentino le gustaba ironizar – falsa modestia mediante – sobre la inexistencia de las ideas originales en el arte, lo cual se correspondía con su obra, pródiga en juegos intertextuales de todo tipo. Quizás por esto es que el escritor no se alarmó al enterarse que Rodolfo Fogwill había publicado un relato paródico llamado “Help a él” (obvia referencia a “El Aleph”). Tampoco se alarmó en aquél 1985 María Kodama, quien un año más tarde pasaría a ser la heredera-custodia de la obra borgeana.  

Durante los primeros años de existencia de la imprenta el grado de originalidad de una obra no era motivo de preocupación. Quizás por eso cuando se publicó “La Divina Comedia” de Dante Alighieri - el libro más importante de todos los tiempos según JLB - en 1472 nadie advirtió las evidentes similitudes argumentales que tenía con “El Libro de la Escalera” de Mahoma, publicado 600 años antes. Allí el profeta musulmán emprende un periplo por el Más Allá, visitando el Infierno y el Paraíso, igual al viaje que propone el poema de Dante. Más adelante el dramaturgo inglés Ben Johnson, creador de obras influyentes como “Volpone” y “El Alquimista”, no dudó en usar fragmentos de autores como Séneca, Erasmo de Rotherdam y Nicolás Maquiavelo para redondear sus creaciones. Ejemplos como estos abundaron durante los primeros siglos de la naciente industria editorial. 

Lo que hoy conocemos como ‘derechos de autor’ aparece en el siglo XIX debido a varios factores. Por un lado el movimiento romántico defendió con vehemencia la idea del creador iluminado, al que la inspiración le llega mágicamente, sin intervención de factores ajenos. Por otra parte el avance de la economía de mercado expandió el concepto de propiedad al mundo de las ideas. A partir de entonces la palabra plagio (que en su origen latino significa “secuestro”) empezó a circular por los tribunales de Occidente, lo que no logró ocultar un problema de fondo: no existe un acuerdo universal sobre cuando se produce un plagio literario y cuál es la forma correcta de castigarlo. Para hacer las cosas más complicadas, la forma de producir cultura en nuestra época se centra cada vez más en la intertextualidad, ya sea con fines paródicos, experimentales o por simple afán exhibicionista. El remix y la intervención de obras preexistentes es lo que prima en el siglo XIX. 

Pioneros de este procedimiento fueron Borges y Adolfo Bioy Casares, quienes en “Seis problemas para Isidoro Parodi” y “Nuevos cuentos de Bustos Domecq” desarticularon el universo de los relatos detectivescos (especialmente los de Chesterton y Poe) para hablar del arte y del contexto de su época. Posteriormente el citado cuento de Fogwill hizo lo propio, pero con cierto afán parricida de desacralizar el universo borgeano con un estilo irónico y explícito; algo común en muchos escritores de los años 80’. Usó los mecanismos del amado/odiado Jorge Luis para parodiarlo y así retratar los excesos de cierta marginalidad del retorno democrático. Un paso más allá fue Pablo Katchadjian en “El Aleph engordado” (el cuento original aumentado en más de 5000 palabras), despertando la ira de la viuda Kodama y corriendo el riesgo de un embargo por $ 80.000 e incluso de  pasar una temporada tras las rejas. En la era del ‘collage’ las viejas leyes de propiedad intelectual parecen volverse obsoletas. 

En “F for Fake” – su último filme – Orson Welles retrata el trabajo de varios carismáticos estafadores, uno de los cuales afirma que si una pintura falsa se exhibe por un  tiempo suficiente en un museo y causa admiración en los visitantes, se vuelve original por derecho propio. Luego el mismísimo Welles informa que gran parte de su película es un montaje de material preexistente, por lo que el espectador deberá evaluar donde empieza la realidad y donde la farsa en todo lo que vio. La irreverencia es una de las más antiguas técnicas de creatividad, algo que solo una persona demasiado solemne se privaría de disfrutar. Un proceso inevitable que ningún bufete de abogados puede detener.