Los animales como espejo


Cuando el perro Orfeo encuentra a Augusto, protagonista del clásico “Niebla” de Miguel de Unamuno”, muerto de tristeza reflexiona dolido: “¡Pobre amo mío!, ¡pobre amo mío! ¡Fue un hombre, sí, no fue más que un hombre, fue sólo un hombre! ¡Pero fue mi amo! ¡Y cuánto, sin él creerlo ni pensarlo, me debía!, ¡cuánto! ¡Cuánto le enseñé con mis silencios, con mis lametones, mientras él me hablaba, me hablaba, me hablaba!” Finalmente el can también muere y así, moviendo el rabo, se reencuentra con Augusto en el Más Allá. Unamuno cerraba su novela señalando la misteriosa conexión entre ambos, al fin y al cabo dos criaturas vencidas por la melancolía.


Como piensan y sienten los animales es una preocupación ancestral para el hombre. Los filósofos presocráticos ya se habían interesado por el tema, pero fue Aristóteles el primero en investigarlo en profundidad, concluyendo que todo ser vivo tiene alma (‘anima’ en griego), aunque con distintos tipos de complejidad. En su “Ética Nicomaquea” el pensador plantea la noción de ‘frónesis’, que no es otra cosa que la virtud de tener pensamiento moral, la cual cree exclusiva del ser humano. Sin embargo más tarde en “Investigación sobre los animales” considera pensantes a varias especies, especialmente aquellas que a su juicio tienen conductas similares a las nuestras. Esta visión antropocentrista – en el sentido de aplicar categorías humanas para clasificar a otros seres – se sostendrá a lo largo de los siglos. Incluso en el mundo de la ficción la humanización de las criaturas salvajes será un recurso ideal para crear relatos con carga moral. Como ejemplo basta recordar las fábulas de Esopo, La Fontaine y Samaniego, llenas de animales antropomórficos que se entregan a la avaricia, la pereza o la ira, entre otras bajas emociones, dentro de historias aleccionadoras.

 En 1873 Charles Darwin compara la expresión de las emociones en los animales y en los hombres, anticipando algunos de los conceptos de la psicología. Fiel a su raíz evolucionista, el naturalista señala que mayoría de las conductas de los seres vivos son innatas, heredadas de las generaciones anteriores. Sus estudios serán retomados por el psicólogo Paul Thomas Young en el libro “La emoción en el hombre y en el animal”, comparando las reacciones ante distintos estímulos en humanos y animales. En este ensayo se evidencia que el ser humano es una criatura qué actúa guiada por instintos y por hábitos antes que por el ejercicio sólido del razonamiento moral. 

 




















Para ese entonces la psicología comparada empezó a tomar al ser humano como un animal más, rompiendo con la tradición antropocéntrica. Pero tendrían que pasar varias décadas – y cientos de horas observando el comportamiento de gatos, abejas y gansos en entornos naturales y en laboratorios – para que el establishment científico acepte que se estaba presenciando el nacimiento de una nueva disciplina. Una serie de investigadores de Holanda y Austria fueron quienes más exploraron estos tópicos ante el descreimiento general. Finalmente en 1973 Niko Timbergen, Konrad Lorenz y Karl von Frisch reciben el Premio Nobel por sus investigaciones. La Etología había llegado para quedarse. Durante los siguientes años se populariza la edición de libros sobre el tema, algo que va desde los sólidos “Estudios de Etología” de Timbergen hasta exitosos textos de divulgación científica como “El mono desnudo” de Desmond Morris. La gente necesita saber qué es lo que tiene en común con los animales, a pesar que tras la Revolución Industrial estos están cada vez menos presentes en su vida cotidiana. El ciclo se cierra cuando los métodos de investigación etológicos son utilizados para estudiar y tratar el autismo en los niños, con notables resultados. 

Como señala John Berger, el ser humano de las zonas urbanas le atribuye una inocencia desmesurada a los animales, quizás celoso por esa cotidianidad en apariencia más despreocupada que llevan. Pero cualquier  habitante rural  o documentalista atento sabe que el mundo animal está lleno de crueldad y nihilismo. Son criaturas complejas y, por ello, tan  imperfectas como nosotros. Solamente han tenido el buen gusto de no intentar estropear el planeta con esa gesta megalómana que conocemos como civilización. Un gesto de humildad que se les agradece.