“La ironía posmoderna y el cinismo se han convertido en un fin
en sí mismas, en una medida de la sofisticación en boga y el desparpajo
literario. Pocos artistas se atreven a hablar de lo que falla en los modos de
dirigirse hacia la redención, porque les parecerán sentimentales e ingenuos a
todos esos ironistas hastiados”. Estas palabras de David Foster Wallace son un
diagnóstico certero sobre los tiempos que corren. Detrás del uso constante del
sarcasmo se esconde una peligrosa forma de conformismo, quizás la peor de
todas, ya que se disfraza de rebeldía.
La levedad es regla en la actualidad y cualquier hecho o
manifestación es pasada por el filtro del sarcasmo con inmediatez. Es muy fácil ejercer la provocación cómodamente desde un teclado, algo en lo que incurren tanto escritores como ciudadanos comunes. Frases, imágenes y videos son constantemente intervenidos por anónimos internautas,
resignificándose de manera sarcástica y viralizándose a nivel global. La
democratización que trajo la tecnología hace que muchos incautos se postulen como rebeldes a tiempo completo y piensen que juegan un papel de peso en el discurso mundial, cuando
simplemente cubren con la cuota de ironía que el sistema decretó tolerar. Estos
provocadores - a los que generalmente no les gusta que los provoquen - rara vez investigan o se
ilustran sobre aquello que pretenden criticar, priorizando shockear al receptor
ante todo. Desde luego no siempre fue así.
La tradición satírica en la literatura es antiquísima y se remonta a la Antigua Grecia, aunque fueron los autores latinos como
Horacio, Séneca y Juvenal quienes perfeccionaron sus mecanismos narrativos.
Será el “Satiricón” de Petronio la obra que mejor resumirá las características
de esta vertiente, que busca el efecto cómico criticando personas, vicios y
costumbres de una realidad concreta. En esa obra – de la cual Federico Fellini
realizó una personal adaptación al cine - el escritor romano la arremete con
tono burlón contra los excesos romanos, ya que era un sujeto refinado al que
le ofendía la vulgaridad de muchas de las conductas imperiales. Esto no le impidió
entrar en el círculo íntimo de Nerón e incluso ocupar cargos como cónsul
durante su gobierno. Esto ocasionó la
envidia de otros funcionarios, especialmente del guardia Cayo Tigelino, que lo
acusó de traidor frente al emperador. Petronio no quiso esperar la
sentencia de Nerón y decidió quitarse la vida de una manera elegante y
truculenta a la vez: se abrió las venas y luego se vendó las muñecas para ir desfalleciendo lentamente, mientras escuchaba divertidos versos de sus
amigos, evitando toda solemnidad en sus últimos momentos. El tiempo le alcanzó como para escribir una
carta detallando las más atroces tropelías del emperador. Así de en serio se
tomaban las cosas hace 2000 años.
Siglos más tarde el irlandés Jonathan Swift también se codeó con
el poder (secretario del político William Temple en Londres y capellán en
Dublín), pero eso no impidió que le diera rienda suelta a su imaginación para
unir lo crítico y lo fantástico a la hora de hablar de su época. Su célebre
“Los viajes de Gulliver” suele promocionarse como un texto de aventuras para
chicos, pero es sabido que esconde una mirada desencantada sobre la política y
la existencia humana. Esto se nota sobre todo en el último segmento del libro,
cuando Gulliver retorna a su hogar y descubre que la supuesta civilización a la
que pertenece es mucho más ridícula y bárbara que los delirantes reinos que
visitó en sus viajes. Su crítica sardónica al colonialismo tiene absoluta vigencia
hoy en día, cuando aún existen naciones que invaden otras con excusas
supuestamente civilizadoras.
Otro gran maestro en el uso de la ironía fue Voltaire, quien en
sus “Sarcasmos y agudezas” plantea una
máxima interesante: “Aún no hay suficiente ingenio. Es preciso que llegue el día en
el que tengamos el suficiente como para no componer ya más libros”. Esta
afirmación puede haber sido pertinente en el siglo XVIII, en plena era de la
Ilustración, pero en la actualidad merece ser reformulada. Hoy sobran ingeniosos, pero rara vez recurren a los libros para sostener sus ocurrencias.