Existen imágenes que
están tan incorporadas a la cultura popular que pocas veces nos preguntamos
cuál fue su origen. Una de ellas es la famosa instantánea de Albert Einstein
sacando la lengua. La postal se produjo durante el cumpleaños número 72 del
creador de la “Teoría de Relatividad”, cuando luego de sonreír durante horas
para la prensa se le pidió un último momento de simpatía, a lo que el científico respondió con el célebre gesto burlesco. De todos los presentes solo el fotógrafo Arthur Sasse tuvo los reflejos para
captar la imagen con rapidez. Aunque en un primer momento los editores
discutieron sobre si era apropiado o no difundir la foto, al publicarse se popularizó
inmediatamente. Einstein mismo pidió varias copias para su uso personal. Desde
entonces la imagen se ha transformado en un símbolo de que la genialidad y la
irreverencia pueden ir de la mano.
La solemnidad es una
característica que la ciencia comparte con la religión. Como si los sistemas de
creencias solo pudieran defenderse desde la más absoluta seriedad, los
científicos muchas veces terminan aislándose de lo que podríamos denominar el
“humano común” y no difieren demasiado de lo que era el clero durante la época más oscura de
la Edad Media. Teniendo en cuenta el enfrentamiento de siglos que sostuvieron
estas instituciones, puede resultar irónico que la ciencia caiga en los vicios
de su histórico contrincante. Leyendo el voluminoso volumen “Historia de los
conflictos entre la religión y la ciencia” que John W. Draper publicó en 1875
es fácil notar que la excesiva gravedad eclesiástica fue el detonante de muchos
de esos problemas. El libro ocasionó reacciones en su contra en todo el mundo,
sobre todo por su tono fuertemente anti católico.
Quizás el caso más
famoso de choque entre el Vaticano y un hombre de ciencia es el que sufrió Nicolás
Copérnico, astrónomo y clérigo. Aunque había concluido su obra “De
revolutioibus orbium coelestium” (Sobre las revoluciones de las esferas
celestes) en 1531, luego de un cuarto de siglo de investigaciones y escrituras,
no se atrevía a publicarlo por temor a la reacción del Vaticano. Una carta del
cardenal Schömberg convenció a Copérnico a publicar el libro en
1543, llegando incluso a ver un ejemplar mientras estaba en su lecho de muerte. Sin embargo
la reacción de la Iglesia fue la que siempre había temido: el texto fue considerado
herético e incluido en el Índex de
libros prohibidos como “falsa doctrina pitagórica en todo contraria a las
Sagradas Escrituras”.
Pasaron los siglos y la
intolerancia cambió de forma. Jeremy Bernstein en su libro “Quarks, chiflados y
el cosmos” recopila una serie de perfiles desenfadados de eminencias como
Einstein, Mach, Bohr y Schrödinger, entre otros. En sus páginas también se cuenta la historia de Alan Turing, matemático, criptógrafo y pionero de la computación
que ayudó a descifrar los códigos nazis de comunicación (particularmente el de
la célebre maquina “Enigma”) durante la
Segunda Guerra Mundial. A pesar de haber recibido una medalla del Imperio
Británico por sus investigaciones, fue acusado de indecencia y enjuiciado en
1952 debido a su homosexualidad, que aún era considerada un crimen por la ley
inglesa de la época. Turing se declaró culpable, sometiéndose voluntariamente a un tratamiento llamado “organoterapia” que supuestamente iba a “curar” su
orientación, pero que tenía desastrosas consecuencias para su cuerpo. En junio
de 1954 fue encontrado muerto en su habitación debido a la ingestión de
cianuro. Tenía 42 años y aparentemente se trató de un suicidio. Una década
antes su colega Joan Clarke había aceptado comprometerse con él, aun conociendo
su preferencia sexual. Turing finalmente rompió el compromiso citando las
famosas líneas de Oscar Wilde: “Todo hombre mata lo que ama: unos, con una mirada cruel; otros, con palabras amorosas. El cobarde, con un beso, y el valiente con la espada". El matemático quizás ya presentía un destino trágico similar al del autor irlandés.
Hoy todo ha cambiado. En ningún otro momento de la historia la ciencia
estuvo tan presente en la vida cotidiana de la gente, por lo que la
humanización de científicos e investigadores parece un proceso inevitable. También es cierto que parte del encanto de estas personas es que
nunca podemos entenderlas completamente. Cuando Charles Chaplin se encontró con
Einstein a comienzos la década del 30’ resumió la situación en una frase
antológica: “La gente me idolatra porque todo el mundo me comprende, y a ti te
adoran porque casi nadie te entiende”.