La historia de la
literatura está plagada de perdedores hermosos. Desde que Max Brod decidiera no
destruir los manuscritos de su amigo Franz Kafka, a pesar del expreso pedido de
este, hasta la insistencia de la madre de John Kennedy Toole para que se
editara póstumamente su novela “La conjura de los necios”; muchos son los
escritores a los que el reconocimiento les llegó tarde. Cada tanto las
editoriales y el llamado “periodismo cultural” se alían para operar la
recuperación algún autor olvidado, en un movimiento en el que la espontaneidad suele brillar por su ausencia.
Mario Levrero no fue un
desconocido en vida. Más bien era un personaje esquivo, que a fuerza de
multiplicarse en insólitos trabajos a través de los años (librero, humorista,
fotógrafo, guionista de cómics, ideólogo de crucigramas y juegos) buscó ser una
duda antes que una certeza. Cómo esos directores de cine talentosos a los que
no les interesa ser considerados grandes autores – el japonés Takashi Miike es un buen ejemplo – por lo que aceptan todo
tipo de filmes por encargo, trabajos menores y directos a video. La literatura era
una faceta más en la extraña vida del uruguayo, algo que lo emparenta con su
compatriota Felisberto Hernández.
El
espíritu lúdico y la capacidad para introducir lo inesperado en situaciones
aparentemente cotidianas también son elementos en común con la obra literaria de Hernández.
Esa capacidad para enrarecer todo con lógica implacable es advertida por Antonio
Muñoz Molina en el prólogo de “La ciudad”: “Todo lo que se cuenta es vívido y preciso,
pero también es abstracto, e intuimos que posee una lógica oculta, pero en
apariencia los hechos y los lugares no se organizan en un sentido previsible:
la sensación es muy parecida a la que tenemos en algunos sueños”.
A pesar de lo elaborado
de sus ideas narrativas, Levrero siempre logró un candor particular en sus
textos. Basta con leer un fragmento de su cuento “La cinta de Moebius” incluido
en “Aguas salobres”: "Esa
tarde Oscar nos transmitió verbalmente valiosas experiencias. Entre ellas, la
narración de un sistema que había ideado para espiar a la gente mientras se
bañaba. Así se había enterado de que su madre, al igual que la sirvienta y
otras personas más menos adultas, tenía una espesa mata de pelo rizado, allí
donde Susana no tenía nada de eso. También nos explicó la patraña de los Reyes
Magos, quienes no eran otros que los propios padres; pero aún no tenía ninguna
prueba concreta, a favor o en contra, de la existencia real de Santa Claus”. Aunque
el protagonista es un niño, su monólogo utiliza un vocabulario casi científico sin perder la frescura.

Todos hablan de Mario Levrero, y lo bien que hacen. Seguramente a él le divertiría esta repentina admiración post mortem, ya que serviría para confirmar el hecho de que vivimos en mundo muy extraño. Teniendo en cuenta de que su obra siempre se ocupó de retratar universos enrarecidos, estamos ante un curioso caso en el que la realidad se decide a imitar la ficción. Y con buenos resultados.