Ser humano es una tarea
compleja. Y analizar a uno lo es aún más. Cuando Hannah Arendt viajó a Israel a
presenciar el juicio de Adolf Eichman sufrió una extraña decepción. El hombre calvo
de gafas allí juzgado no se veía como un monstruo sanguinario, por el contrario
parecía una persona alarmantemente vulgar. Alguien que cumplió órdenes nefastas
solo porque ese era su trabajo y nunca sintió la necesidad de rechazarlo con excusas morales. A partir de esta certeza Arendt le dio forma a su
famosa teoría de la Banalidad del Mal desarrollada en “Eichmann en Jerusalem”.
En el reciente filme
sobre esta filósofa alemana dirigido por Margaret Von Trotta se cuenta lo mal que
cayeron sus ideas entre los intelectuales de la época, judíos o no. Entre sus
principales críticos se encuentran el historiador Raul Hilberg y el cineasta Claude
Lanzmann. Este último, director del ambicioso documental sobre el Holocausto
“Shoah”, ha llegado a calificar como una obscenidad cualquier intento de
explicar a Hitler e intentar entender las motivaciones del exterminio
perpetrado por el régimen nazi.
Más cercano al
pensamiento de Arendt estaba Martín Buber. Desde la tradición jasídica este
pensador nacido en Viena y afincado en Israel desarrolló una “filosofía del diálogo”
de fuerte carácter existencialista. Libros como “Yo y Tú”, “Imágenes del bien y
del mal” y “El camino del hombre” sorprenden por su prosa poética, muy alejada
de la solemnidad habitual de los ensayos, y su voluntad de superación de las
diferencias entre los hombres. Esto último se trasladó al terreno político con
su apoyo de la idea de un estado binacional, en el que israelíes y palestinos
podían coexistir sin problemas. Desde luego que esta mirada idealista no
prosperó y el conflicto palestino-israelí continúa hasta nuestros días.
Buber desarrolla la
idea de dos impulsos, uno bueno y uno malo, que son de origen divino pero dependen
del hombre para alcanzar el equilibrio. Citando al personaje bíblico de Caín,
el pensador señala que este se justifica acusando a Dios de haberle implantado
ese mal impulso que lo llevó a cometer el asesinato de Abel. La excusa es a todas
luces injusta. Este impulso “se hace malo y seguirá siendo malo porque el
hombre lo separa de su impulso asociado y lo idolatra justamente en esa
situación de independencia, siendo en principio ese impulso algo destinado a
servirlo. La tarea del hombre no es, por lo tanto, exterminar el impulso malo,
sino reunirlo con el bueno.” Como el Yin y el Yang taoísta, se trata de dos
conceptos aliados, que participan el uno del otro constantemente.
La idea de aprender a
usar el impulso del mal de una manera provechosa es tan fascinante como
polémica. Culturalmente tendemos a pensar el Mal como una anomalía monstruosa
de la naturaleza, cuando forma una parte esencial de nuestra humanidad. Pero
siempre es más cómodo pensar la realidad como un gran western en el que héroes
y villanos se enfrentan constantemente, siendo el primer bando en el que
moralmente todos nos incluimos. Sin embargo el estado del mundo parece
demostrarnos que la bondad no sería lo que más abunda. En ese sentido quizás
Woody Allen tiene razón cuando afirma: “Aparentemente el mundo está divido en
gente buena y gente mala. Los buenos duermen mejor…mientras que los malos
parecen disfrutar mucho más las horas en las que están despiertos.”