Los fantasmas del señor Murena


Pocas cosas hay más misteriosas que la formación del canon literario de una nación. Un autor que en un momento está en el centro de la atención puede caer en el olvido sin mayor explicación que los caprichos de la crítica y el público. El proceso inverso es aún más difícil, ya que cuando un escritor ha sido desterrado por la academia tienen que cumplirse complicadas condiciones para que sea rescatado posteriormente. Dentro de los escritores que merecen pasar por esta recuperación se encuentra Hector A. Murena.
Ensayista, novelista, poeta, traductor, Murena siempre fue una rara avis en el mundo de las letras argentinas. Supo colarse dentro del prestigioso círculo de la Revista Sur, debido principalmente a la simpatía de Victoria Ocampo, que siempre defendió su obra. A partir de fines los años 40’ se transformó en una presencia habitual en los ámbitos intelectuales, aunque nunca terminó de encajar. Su evolución temática no lo ayudó mucho: de un americanismo inicial, probablemente heredado de su admirado Ezequiel Martínez Estrada, pasó a temáticas más universales y crípticas, producto de sus numerosas lecturas alemanas.

Precisamente se encontraba fascinado por Walter Benjamin, Max Horkheimer y Theodore Adorno en momentos en el que todos miraban a Sartre y su existencialismo comprometido. Por esto y por su no alineamiento con el marxismo y la idea de cambiar el mundo fusil en mano se fue transformando en un anacrónico solitario. Hasta sus intereses temáticos eran más bien “clásicos” para la época: el nihilismo, lo religioso, la razón y el ensimismamiento.  De a poco fue desterrado y acusado de defender los “argumentos ideológicos de la derecha intelectual”.

En la actualidad es evidente que aquellas críticas se han vuelto obsoletas y sus escritos resultan extrañamente proféticos, por lo que los vientos parecen estar cambiando para Murena. La antología Visiones de Babel editada hace una década atrás y la reciente reedición de La metáfora y lo sagrado indican que quizás hay lugar para su obra iconoclasta y personal en este siglo. Ojalá ya no sea necesario vagar por librerías de usados para toparse con alguno de sus libros.

En 1975 Murena dejó de existir, después de una existencia dedicada a discernir el vacío. Probablemente su posterior olvido se deba su condición de solitario voraz, en constante puja entre lo inasible y la vida. Algo que se retrata muy bien en la descripción que hace de uno de los personajes de su novela  Las leyes de la noche: “Al quebrarse, volvía a resurgir el vacío. Volvía siempre, porque siempre estaba allí, naturalmente. Y su boca chupaba con furiosa rapidez la sustancia de la realidad”.