La Gran Casa

Hace varios años, mientras visitaba Argentina, el músico y compositor  Goran Bregovic afirmó que el idioma es algo parecido a una casa en la que uno se siente seguro. El hombre nacido en Sarajevo manifestó que los hispanoparlantes éramos muy afortunados debido a que nuestra lengua es hablada en muchos países por más de 410 millones de personas, una realidad muy distinta a la del servo-croata que apenas tiene unos 20 millones de hablantes. Esto nos daría una fuerte sensación de seguridad, como la de vivir en una mansión enorme con una gran familia.

La metáfora utilizada por Bregovic es poética y adecuada, aunque los idiomas constituyen también formas de concretar una conquista. En este sentido el español puede considerarse a la vez como un legado y una maldición. Un continente entero utilizando un idioma extraño, que a lo largo de más de 500 años ha mutado con infinidad de modismos y variaciones, mientras las lenguas americanas existentes desde antes de la conquista resisten con distinta suerte. La gran casa, confortable y segura, costó muchas vidas mientras era construida. Todas esas historias de luchas, abusos y muertes están presentes en el español americano; se pueden rastrear en cada acento, en cada anárquico giro gramatical que atenta contra lo que la academia considera el “buen español”. El mestizaje con expresiones de los pueblos originarios, la adopción de palabras africanas y la difusión de términos traídos por las distintas olas inmigratorias nos recuerdan que la lengua es también un terreno de disputas, con ganadores y perdedores.

La imposición de un idioma a todo un pueblo no es un fenómeno únicamente  americano. En Europa también ocurrieron procesos similares, especialmente durante los años en los que las actuales repúblicas se fueron conformando, incluyendo a España. En ese entonces la imposición de un idioma único fue vista como fundamental para fortalecer la idea de identidad nacional. Como ejemplo basta con recordar que en plena época del Risorgimiento de Italia, hacia el año 1860, apenas un 2,6 % de la población de la península hablaba el italiano oficial. Décadas de políticas estatales fueron imponiendo esa lengua nacida en la región de Toscana - no casualmente la más rica y poderosa del país– en todo el territorio.

El hecho de expresarse y hacer literatura con un idioma impuesto genera una relación ambigua con este. Al respecto John Banville  dice:"Yo soy irlandés, y los escritores irlandeses escribimos en inglés, una lengua extranjera. No nos sentimos cómodos, miramos el lenguaje desde fuera. Cuando leo a Nabokov - de origen ruso - le entiendo perfectamente”. Tratar de contar historias arraigadas en una larga tradición local mediante signos y sonidos que no son los propios es también una batalla que los creadores de territorios colonizados libran cada vez que se sientan frente a una hoja en blanco.

Volviendo a América, una mirada algo más positiva que la del autor irlandés es la que sostiene Pablo Neruda en su célebre texto "Las Palabras". Allí el escritor chileno rescata al idioma como el único aporte valioso de los colonizadores a nuestro continente: “Por donde pasaban quedaba arrasada la tierra... pero a los bárbaros se les caían de las botas, de las barbas, de los yelmos, de las herraduras, como piedrecitas, las palabras luminosas que se quedaron aquí resplandecientes... el idioma. Salimos perdiendo... salimos ganando... se llevaron el oro y nos dejaron el oro... se lo llevaron todo y nos dejaron todo... nos dejaron las palabras”.

Hogar incómodo o jaula confortable, un idioma es un sitio casi físico que cambia todos los días, con cada guerra y con cada texto. Un edificio incompleto que jamás termina de construirse.