La imagen del escritor que
no teme empuñar un arma siempre ha generado cierta fascinación. En el
imaginario popular el carácter introspectivo de la creación literaria parece
estar en las antípodas de la visceralidad que implica participar de una
batalla. Quizás el error es no advertir que el acto de escribir ya exige tener
un espíritu belicoso, que esté dispuesto a luchar contra las adversas circunstancias
que suele albergar el diario acto de vivir.
En la antigüedad hubo
muchos guerreros que crearon piezas valiosas aún en medio de grandes campañas
militares. Un ejemplo inevitable es el de Marco Aurelio, emperador romano que
durante su vejez escribió sus famosas “Meditaciones”, las cuales hasta el día
de hoy sorprenden por su humanismo y belleza. Esta obra atemporal fue creada
mientras su autor lideraba grandes ejércitos para luchar contra los partos y
los germanos, en momentos en los que el imperio además era castigado por una
plaga devastadora. Un texto hermoso salido de la mente de alguien que hacía
rodar cabezas a diario. Complejidades de la historia.
Las dictaduras
latinoamericanas empujaron a muchos escritores a tomar las armas. En una coyuntura
en la que el Estado había decidido perseguir fuera de toda legalidad a quienes
consideraba ideológicamente peligrosos, los autores más comprometidos optaron
por tener un papel activo en esos años oscuros. En el excelente volumen
“Palabra viva” editado por la Sociedad de Escritoras y Escritores de la
Argentina se recopilan textos de 103 autores víctimas del terrorismo de Estado
en el periodo 1974 / 1983. Entre ellos hay periodistas, psicólogos, religiosos,
amas de casas, sociólogos, empleados, desocupados; todos ellos unidos por la
pasión por la literatura. Y cada uno elegía luchar desde su lugar.
Entre los nombres
ilustres que incluye el libro – Walsh, Conti, Oesterheld, Mugica, etc – se
destaca la figura de Francisco Urondo. El autor de “La Patria Fusilada” era
quien más claramente se tomaba la literatura como un campo de batalla, algo que
se hace evidente en su ensayo “Veinte años de poesía argentina 1940-1960”,
editado en 1968. Allí el poeta dice “la poesía burguesa suele ser nefasta en la
medida en que esta clase suele serlo; sus antologías no son otra cosa que la
manifestación parcial de su politiquería y sus artimañas en el terreno de la
difusión cultural, que consecuentemente responden y son secuelas de toda una
política más general de todo un modo de vida”. Urondo ataca en esta crítica
tanto a los poetas “oficiales” como a los vanguardistas, no dejándose
encandilar por la pirotecnia del surrealismo y otros movimientos supuestamente
revulsivos. De la quema se salvan nombres como Edgar Bayley, César Fernández
Moreno, Juan Gelman, Alberto Girri y Mario Trejo; entre otros.
El 17 de junio de 1976 el
escritor fue asesinado en Guaymallén, Mendoza, por la policía provincial. En el juicio que se llevó
a cabo 35 años más tarde se concluyó que “Paco” fingió tomar una pastilla de
cianuro y enfrentar a sus perseguidores para que sus acompañantes tuvieran
tiempo de escapar. Este final casi cinematográfico parece la consecuencia
última de aquellas críticas lúcidas y apasionadas. “Empuñé un arma porque busco la palabra justa” había
dicho un par de años antes.