
Como bien lo señalara Alfonsina
Storni en el poema “Me quieres blanca”, las mujeres históricamente habían sido
relegadas a un papel segundario, mayoritariamente ornamental en lo social. Las
brillantes excepciones de Juana Manuela Gorriti, Eduarda Mansilla, Amalia Puga
de Lozada, Adela Zamudio e Isabel Prieto de Landázuri en el siglo XIX tardaron
décadas en ser consideradas como parte del canon. Todas ellas a su vez tenían
un antecedente en Sor Juana Inés de la Cruz, que aunque algunos estudiosos
ponen en duda el contenido feminista de su obra, desde su lugar de
religiosa supo producir una obra rica y compleja.
¿Cómo se pasó de
aquellos tiempos de soslayo a esta popularidad aplastante? La respuesta
no está tanto en la actitud militante de muchas escritoras, sino también en el
crecimiento de la economía de mercado. Así como ocurrió con otros sectores
relegados (tanto raciales como sexuales), el mundo de las letras empezó a aceptar
a las mujeres en la medida de que sus obras pudieron transformarse en
mercancías. Cuando esto ocurre inmediatamente aparece el
peligro del anquilosamiento, de la repetición de una fórmula que ante los ojos del
canon representa a “lo femenino”. Aquí es donde se tornan difusos los límites
entre la pasteurización en busca de los favores del público y la expresión
sincera y combativa.

Más allá de los nombres
taquilleros existen autoras como Juana de Ibarbourou, Alejandra Pizarnik, Clarice
Lispector, Maria Luisa Bombal, Marosa di Giorgio, Silvina y Victoria Ocampo, entre
otras, que desestabilizan nuestro concepto de lo que se entiende por
“literatura femenina”. Como con toda etiqueta, lo mejor que se puede hacer con
ella es faltarle el respeto; y por suerte estas damas se encargan de ello.