Hoy parece increíble que uno los primeros conflictos internos que vivió el
cristianismo fue el enfrentamiento entre iconoclastas e iconodúlicos. Dicho de
otro modo, entre los partidarios de la adoración de imágenes religiosas y
quienes las destruían asegurando que la fe podía ejercerse sin necesidad de
representaciones visuales. Así como dentro de la religión musulmana darle una
forma gráfica al profeta Mahoma continúa siendo un tabú, los primeros
cristianos prohibían la adoración de pinturas y esculturas de temática
religiosa, ya que podían distraer la atención que debía centrarse en lo
puramente divino. Cuando el emperador Constantino I se convirtió al
cristianismo y lo impuso en todo el territorio romano favoreció el uso de imágenes para difundir la entonces joven religión. Unos siglos más
tarde este enfrentamiento recrudeció cuando el emperador León III ordenó el
retiro de las imágenes de Cristo y otros santos de su palacio. Corría el año 730.
Como bien señaló el historiador del arte Ernst Gombrich “La Iglesia temía la
idolatría, pero dudaba en renunciar a la imagen como medio de comunicación”. A
pesar que la presencia de íconos en templos y hogares continuó creciendo estas
discusiones duraron hasta bien entrada la Edad Media.
Con
el debate finalmente ganado por los iconófilos las imágenes religiosas se
difundieron por todo Occidente y no solo dentro de las iglesias. Hay que tener
en cuenta que - debido a que la mayoría de las personas no sabían leer latín -
el uso de un soporte visual fue fundamental para la difusión del cristianismo. En
este sentido es muy gráfica la frase de Martín Lutero, quien al impulsar la
Reforma Protestante se manifestó contrario a las imágenes religiosas pero más
tarde afirmó “Las imágenes son el Evangelio de los pobres”, consciente de la
importancia que estas tenían para el adoctrinamiento de la gente. El
resultado de todas estas polémicas también afectó al mundo de las
letras y no solo porque la Biblia fue uno
de los primeros libros que salieron de la imprenta de Gutenberg.
Las historias sobre personas de vidas
libertinas que buscan redimirse, las figuras misteriosas que aparecen para
ayudar a un grupo humano en problemas o las narraciones sobre viajeros que
superan distintos obstáculos para descubrir el sentido de su periplo son arquetipos
narrativos con fuertes raíces bíblicas. Estos aparecen en la literatura a veces
de manera explícita, como ocurre en “La Divina Comedia” de Dante, “El Paraíso
Perdido” de Milton o la obra de J.R.R. Tolkien y C.S. Lewis (ver nuestros post
“El Señor de los Conversos”), pero también en libros que a primera vista no
parecen religiosos. Esto se ve en la literatura de autores tan
distintos como Fiodor Dostoyevski, Pier Paolo Pasolini y Flannery O’Connor, los
cuales pueden ser calificados como ‘cristianos atípicos’.
Pero
son las versiones revisionistas de los evangelios las que más polémicas despertaron al momento de su aparición, algo injusto si se piensa que muchas
veces tienen la intención de humanizar la figura del Hijo de Dios o de
problematizar algunos de los aspectos más cuestionables de una creencia que
tiene más de 2000 años y hoy atraviesa una evidente etapa de crisis. Uno de los
autores que más exploró esa historia fue el griego Nikos Kazantzakis. El autor
siempre había tenido una relación conflictiva con la fe, debatiéndose entre un ateísmo de raíz nietzscheana y la necesidad de investigar hasta qué punto los
escritos bíblicos marcaban su personalidad más allá de su escepticismo. Estas
inquietudes lo llevaron a escribir “La última tentación de Cristo” durante la
última etapa de su vida, una novela que fue incluida en el Índex de Libros Prohibidos
por la Iglesia Católica. Luego de esta medida el escritor envió un telegrama al
Vaticano con la frase latina “Ad tuum, Domine, tribunal appello” (Presentaré mi
apelación ante tu tribunal, Señor), una forma decir que si existe un ente
supremo será ese quien deba juzgarlo, no una institución mundana como la
Iglesia. Tres décadas más tarde, en
1988, las controversias volvieron cuando Martin Scorsese adaptó el libro al
cine.
Mucho
más crítico es el tono de “El Evangelio según Jesucristo” del portugués José
Saramago, que se centra sobre todo en la vida doméstica del futuro Mesías
durante su niñez y adolescencia. Audaz desde lo formal (el libro está escrito
en tercera persona por un anónimo testigo y con un uso anómalo de la
puntuación), lo más polémico de este texto revisionista es la idea de lo demoníaco como algo presente
dentro de Jesús, lo que lo transforma en un personaje ambiguo y torturado. Una
vez más la Santa Sede se sintió ofendida por esta mirada, reprobando al autor
incluso después de su muerte en el año 2010. El periódico católico
L’Osservatore Romano dijo a modo obituario: "Un extremista populista como él, que se hizo cargo del
porqué del mal en el mundo, debería haber abordado en primer lugar el problema
de las erróneas estructuras humanas, de las histórico-políticas a las
socio-económicas, en vez de saltar al plano metafísico y culpar con demasiada
facilidad y sin mayor consideración a un Dios en el que él nunca había creído a
causa de Su omnipotencia."
Abrazar
el ateísmo no significa estar automáticamente afuera de la religión. Sus
arquetipos y esquemas morales nos atraviesan todo el tiempo y son un filtro
entre nosotros y el mundo. Más allá de toda herejía, estos autores se
preocuparon por deconstruir los evangelios con espíritu crítico, provocando el
descrédito de las autoridades eclesiásticas. Esta reacción es la mejor prueba sobre lo
importante que es seguir retorciendo, rehaciendo y analizando estos discursos ancestrales.