En el año 2011 el entonces Ministro de Cultura y Comunicación de Francia, Fréderic Mitterrand, se vio obligado a retirar el nombre del escritor Louis-Ferdinand Céline del panteón de personalidades importantes de la nación. Ya no habría homenajes oficiales para el autor que influenció a personajes tan indiscutibles como Samuel Beckett, Charles Bukowski, Henry Miller, Günther Grass, Irvine Welsh, Jim Morrison y a toda la Generación Beat. El antisemitismo del creador de “Viaje al fin de la noche” – expresado en una serie de panfletos durante la década del 30’ y 40' además de varias declaraciones públicas – provocó su exclusión del canon nacional a 50 años de su muerte. Su posición abiertamente colaboracionista durante los años de la ocupación nazi no ayudó a cambiar esta decisión.
El
debate sobre si la personalidad reprobable de un artista debe ser juzgada en el
mismo plano que su obra vuelve cada tanto para recordarnos los claroscuros del
alma humana. Periódicamente aparecen artículos que nos señalan las simpatías de
Jorge Luis Borges con las dictaduras latinoamericanas o la reprobable misoginia de Pablo
Picasso, que no pocas veces se manifestó en violencia contra sus parejas. En
esta época en la que exponer miserias de forma mediática es algo cotidiano,
difundir los costados más ruines de personalidades consagradas sirve para
tranquilizar la conciencia masiva, que así puede señalar culpas ajenas y
evitar escarbar en las propias.
En
este sentido Phillipe Sollers, biógrafo y defensor del polémico autor, tiene
razón cuando dice “¿Céline colaboracionista? ¿Y el resto de los franceses?”. Al
terminar la Segunda Guerra Mundial, con Alemania derrotada, el escritor se
exilió en Dinamarca mientras era condenado en ausencia por traicionar a su
patria. Cuando volvió a Francia siguió escribiendo hasta el día de su muerte en
un sentido literal: falleció en 1961, un día después de terminar “Rigadoon”, su
última novela. Pero lo peor de todo el affaire es que su mala reputación
terminó eclipsando su obra, pionera en señalar el sin sentido que caracterizó
al siglo XX. Antes que el pesimismo y la misantropía fueran norma sus páginas
ya los entregaban en abundantes cantidades.

Los
tiempos que nos toca vivir son complejos y contradictorios. Louis-Ferdinand
Céline lo anticipó, entregando una obra y una vida acordes a esa sensación.
Seguramente le habría divertido saber que su exclusión póstuma de los “500
íconos culturales de Francia” la ordenó Mitterrand, un ministro criticado por
reconocer que practicó el turismo sexual en Tailandia. Pero más le habría entusiasmado
que esa decisión dejó en 499 el número de homenajeados, una cifra irregular
indigna de una acartonada academia. Eterno generador de incomodidades, no es casual que Allen Ginsberg, poeta de origen judío que lo admiraba profundamente, lo incluyera en su poema "Ignu", en donde define a esas personas que "viven solamente una vez y para siempre y lo saben". Céline sigue molestando a más de medio siglo de dejar este mundo.