“Costaba trepar los minutos todas las horas, las
horas todos los días, los días todas las semanas, las semanas todos los meses,
los meses todos los años. La realidad tangible no era vivible, vos no podés
vivir sin ver un rostro, sin ver el sol o una estrella, sin hablar con nadie,
sin leer un libro, comiendo como comíamos, entonces la realidad vivible era la
de la fantasía y los recuerdos. Pero tenía sus riesgos, porque podías quedar
empantanado que es lo que pasó con los compañeros. A mí me ayudó que era
escritor y en vez de dejar que los fantasmas me atraparan, los atrapaba a ellos
en una estructura dramática". Estas palabras pertenecen a Mauricio Rosencof,
quien estuvo - al igual que otros nueve detenidos - encerrado en un calabozo
individual de 2x1 metros, incomunicado, mal alimentado y con esporádicas
sesiones de tortura durante la dictadura que controló Uruguay entre 1973 y
1985.
El
escritor uruguayo tuvo la suerte de sobrevivir a su extensa reclusión, algo que
no ocurrió con otros autores secuestrados por las distintas tiranías
latinoamericanas. Junto a Eleuterio Fernández Huidobro dejó constancia de sus
vivencias durante ese periodo en “Memorias del calabozo”, contribuyendo a un
subgénero de fuerte arraigo en el siglo XX: el de quienes volcaron a
las páginas su experiencia como prisioneros durante periodos de totalitarismo. De esta
manera los textos en primera persona sobre cómo era la vida en centros de
detención, cárceles clandestinas, gulags y campos de concentración son un material de consulta obligatoria para los historiadores, pero también se presentan como un desafío para quienes quieren adentrarse en el costado más oscuro de las conductas
humanas.
La Segunda Guerra Mundial fue sin dudas el suceso histórico que más originó relatos autobiográficos sobre la experiencia de una brutal reclusión, influyendo inckuso a distintas ramas de la psicología. Ya antes de la finalización del conflicto, en 1943, el austriaco sobreviviente Bruno Bettelheim – futuro autor del influyente ensayo “Psicoanálisis de los cuentos de hadas” – detalló en el artículo ‘Comportamiento individual y de masas antes situaciones extremas’ las consecuencias que la vida en un campo de concentración tenía en la personalidad de los prisioneros. Algo similar ocurrió con Viktor Frankl y su libro “El hombre en busca del sentido último”, en donde defiende la importancia de aferrarse a todas las experiencias vitales, incluso a las más dolorosas, para superar los obstáculos. Durante su paso por los campos de Theresiendstand, Auschwitz y Kaufering este vienés terminó de darle forma a las bases de la Logotarapia.
Pero
serán apuestas más literarias, menos centradas en el análisis de la situación
pero con un vuelo personal indudable, las que se destacarán del conjunto.
Quizás por su forma poco ortodoxa de retratar los hechos, después de todo su
autor era un joven profesor de química cuando fue deportado a los campos de exterminio, “Si esto no es un hombre” de Primo Levi no despertó demasiado
entusiasmo en su primera edición de 1947. Salvo por un
artículo positivo de Ítalo Calvino en un diario, la crítica no supo cómo
responder a la mezcla de humanismo y brutalidad del libro. Con los años este título del autor de
Turín se transformó en algo más que un testimonio, erigiéndose como un
manifiesto contra toda forma de fascismo. El otro título inusual es “Sin
destino” del húngaro Imre Kertész, quién eligió contar el año de vida de un adolescente
prisionero en varios campos de concentración. Esta ficcionalización sobre
hechos reales (el autor vivió en carne propia el terror de Autschwitz y
Buchenwald) logra exorcizar su experiencia gracias a un tono de enorme
originalidad, que expone cosas tremendas con una sutil distancia irónica:
“También tuve la ocasión de conocer a fondo todo tipo de bichos. Las pulgas
resultaban imposibles de agarrar, eran más rápidas que yo, claro, estaban mejor
alimentadas”.
Kertész
se transformó con los años en una figura controvertida en Hungría por exiliarse
en Alemania y criticar las medidas que el comunismo pro-soviético tomó durante
las décadas siguientes a la guerra, sufriendo la censura por parte de las
autoridades. Pero a la hora de narrar los castigos sufridos por los disidentes durante el stalinismo fue Aleksandr Solzhenitsyn quien se destacó, haciendo conocer la realidad de los
gulags – el sistema penal de campos de trabajo de la U.R.S.S. – a todo el
mundo. Siendo un oficial condecorado por su desempeño dentro del
Ejército Rojo, su suerte cambió cuando en su correspondencia privada la
inteligencia soviética encontró críticas puntuales a Joseph Stalin. Apresado
por este hecho en 1945, fue sentenciado
a 7 años en distintos campos de trabajo y a un posterior periodo de exilio en
una remota villa de Kazakhstan. Su experiencia durante dio origen a una serie
de libros demoledores, entre ellos “El primer círculo”, “Un día en la vida de
Ivan Denisovich” y el monumental “Archipiélago Gulag”. Al recibir el premio
Nobel en 1970 dedicó palabras para sus compañeros de calvario, pero también mostró
la desazón de salir a un mundo muy distinto del imaginado durante el encierro,
un mundo “donde algunos lloraban lágrimas desconsoladas mientras otros bailaban
al ritmo de un alegre musical”.
Porque
si algo provoca la experiencia del encierro es la desconexión brutal con “el
exterior”, siendo el mayor triunfo del carcelero y del torturador que el
cautivo acepte su realidad y renuncie a todo tipo de resistencia. En esa situación el poeta Paul Celan – otro sobreviviente
del Holocausto – señaló:“Solo una cosa se mantuvo próxima y segura: el
lenguaje. A pesar de de todo, el lenguaje fue lo único que se sostuvo ante
tanta pérdida. Pero tuvo que superar toda la falta de respuestas, todo el
silencio aterrador y todos los discursos asesinos. No me dio palabras para lo
que estaba pasando, pero logró superarlo. Y finalmente resurgió ‘enriquecido’
por todo aquello”. Coincidiendo con lo dicho más arriba por Rosencof, las palabras parecen ser más resistentes que todos los barrotes juntos.