Un diamante loco que sigue brillando

Letra y música son las dos partes que conforman el todo en una canción, ambas responsables de que esta quede o no perpetuada en el gusto de la gente. Sin embargo las numerosas “historias” de la música popular, independientemente del genero, ponen su foco casi con exclusividad en la forma sonora de la música; quedando relegada la letra de la misma. En el caso particular del Rock hay una serie de compositores que le dieron una impronta particular al género, sacándolo de su ingenua rebeldía inicial y llevándolo hacia sitios más ricos y complejos. El primer nombre que parece a evidenciar un quiebre es sin duda el de Bob Dylan. Culto y comprometido, el poeta del folk marco un listón alto empujando a toda una nueva generación a preocuparse de la misma manera por la letra y por la música de sus creaciones. Uno de sus jóvenes admiradores fue Syd Barrett.

Roger Keith Barrett nació el 6 de enero de 1946 en la ciudad de Cambridge y desde chico había sido un muchacho especial. Inquieto y siempre interesado por lo creativo, en un primer momento se había interesado por la pintura, pero el descubrimiento del rock and roll a fines de los 50’ lo hizo inclinarse hacia la música. La visita de Bob Dylan a su ciudad natal en 1962 fue fundamental en su formación y rápidamente empezó a planear su mudanza a Londres. Para ese entonces ya se había cruzado con otros adolescentes melómanos de Cambridge llamados David Gilmour y Roger Waters con los que coincidiría mas tarde en la capital británica.

La prehistoria de Pink Floyd empieza en el 64’, reversionando temas de rock y blues americano en improvisadas versiones que se fueron haciendo cada vez más largas. A Syd le gustaba experimentar en su forma de tocar la guitarra, usando toda distorsión, micrófono y cámara de eco que tuviera a mano. Pero las innovaciones más profundas llegaron gracias las pasiones literarias de los jóvenes.

Barrett era un voraz lector de autores como Lewis Carroll, Edward Lear y Kenneth Grahame, gusto que había crecido paralelamente a su consumo de drogas; empezando por la marihuana y siguiendo por el LSD. Todo esto pobló las tempranas composiciones floydianas de imágenes de enorme fuerza visual que hermanaban el viejo nosense ingles con el naciente pop psicodélico. Todo quedo brillantemente retratado en el primer disco de la banda: “The piper at the gates of down” de 1967.

En el excelente libro “Crazy Diamond: Syd Barrett y el amanecer de Pink Floyd” se retrata con cierta melancolía el deterioro mental del músico y su posterior reclusión. Unas palabras de Roger Waters muestran las contradicciones del personaje: “¿Qué es lo que le permitía a Syd ver las cosas como las veía? Es como preguntarse ¿Qué hace un artista a un artista? Los artistas simplemente ven y sienten las cosas de una forma distinta al resto de la gente. En cierta forma es una bendición, pero puede ser también una maldición. Puedes sacar mucha satisfacción de ello, pero también se puede convertir en una terrible carga”.

A más de cinco años de su fallecimiento la influencia de la obra de Syd Barrett siguió siendo determinante en artistas como David Bowie, Blur y MGMT. El diamante loco sigue brillando más que nunca.