Ver o no ver; esa es la cuestión



En 1971 Jorge Luis Borges visitó Londres para encabezar una serie de veladas literarias en el Central Hall de Westmindster a sala llena. Fueron dictadas por el escritor en “un inglés que era a la vez, como el conferenciante, levemente victoriano y con un tenue tinte exótico en la pronunciación.” Esta descripción pertenece a Guillermo Cabrera Infante, exiliado en Inglaterra por esos años y admirador del autor argentino. En la antología “Infantería” el cubano relata una interesante anécdota posterior a la exitosa conferencia:

“Se me ocurrió que Borges no era un ciego verdadero, que su ceguera era para emular mejor a Milton y Homero. Decidí poner a prueba la visión del argentino. Las calles que rodean a Berkeley Square traen un tráfico veloz aún tarde en la noche, casi todo compuesto por taxis ávidos en busca de trabajo a la salida del teatro. Llevé a Borges hasta el medio de la calle y lo dejé allí con un pretexto ad hoc. Vi los taxis venir, eludir apenas a Borges y raudos seguir. Borges ni se inmutaba. Seguramente que, discípulo de Berkeley, los taxis no le concernían porque no existían al no verlos. Corrí a llevar a Borges a un sitio seguro y ni siquiera mencionó mi ausencia. Pero luego, regresando al hotel, me señaló la línea amarilla junto al contén, y me dijo: Usted sabe, yo no veo nada ya. Solamente el color amarillo me es fiel. Esa raya que está ahí es lo único que veo de la calle.”

“¿Por qué me decía esto Borges? ¿Se habrá dado cuenta de mi argucia? ¿O habría habido un taxi de color amarillo que le pasó cerca y decidió hacer que no lo vio? Borges era, como se dice en su cuentos, muy matrero.”

Es probable que Cabrera Infante tuviera razón y la ceguera del genial escritor solo fuera otra de sus bromas irónicas, leves e inquietantes. Quizás tomó la idea de Homero y Milton que llevan siglos riéndose de nosotros. Y quizás los ciegos somos nosotros que nunca nos dimos cuenta. O no queremos.

Mejor no hablar de ciertas cosas.